sábado, 1 de marzo de 2008

Blowin' Dylan


El miércoles pasado fui al concierto de Bob Dylan en el Auditorio Nacional. Llegué cuando había empezado su primera canción y antes de verlo ya alcanzaba a escuchar su inconfundible voz rasposa. Sobrio en el negro telón sin más, en los ojos apenas visibles bajo la tejana, en el gris rata de su saco, en las tenues luces sin juegos escandalosos, en las pocas palabras dirigidas al público, en la hora y 15 minutos que cantó con las manos pegadas al teclado y los labios a la armónica.

La música era hipnotizante y la gente, por tanto, estaba hipnotizada. Como era México y el idioma nativo no es el inglés, fueron más los que balbucearon o simplemente se limitaron a seguir el ritmo de las canciones con pies y cabezas, que los tres o cuatro locos que exhibían a gritos su buen aprovechamiento de clases de idiomas.

Al lugar le caben 10 mil cuerpos (y supongo que más almas), la mitad llegó durante la primera media hora y finalmente quedó aproximadamente un cuarto de auditorio vacío. Todos corearon “Like a rolling stone” (únicamente el estribillo, claro), pero pocos se dieron cuenta que Dylan estaba ya cantando LA canción. Interpretada a ritmo de una especie de jazz experimental, “Blowin’ in the wind” era tan diferente a la versión que lo hizo flotar como leyenda musical que parecía más una metáfora del cambio del mundo; la canción no podía ser la misma simplemente porque, como dijo Neruda, nosotros los de entonces, ya no somos los mismos, porque la canción ya no puede predicar respuestas en el viento a quienes no escuchan un himno sino una reliquia musical.

No estuve ahí para contarlo, pero estoy segura que así no pudieron ser 40 años antes sus conciertos. Me pregunto qué sentirá Bob Dylan al descubrir que ya hace muchos años le cambiaron los parques repletos de rebeldes idealistas por una lúgubre sala donde se abre espacio entre Intocable o algún show de Disney, donde el humo sólo puede venir del propio escenario porque no se permite fumar ni tabaco; qué sentirá al no observar al público demostrando amor hacia la humanidad, sino apenas mover los pies sentados sin compartir con el desconocido de al lado ni una vaga sonrisa; al notar que sus letras ya no producen rebelión y manifestaciones, sino vendedores en masa vendiendo su imagen en posters, camisetas, tasas y discos piratas. En fin, lo que pasa con todos los rock star, que por eso lo son después de todo.

A los que nacimos después de Woodstock, del amor y paz, la marihuana y las excursiones a lugares exóticos, sólo nos queda comprar por tiquet master un pedazo de la época que nunca viviremos, para ver cómodamente sentados a una leyenda que no se cansa de permanecer en pie y, durante una hora, sentirnos un poco menos burgueses y un poco más cualquier otra cosa que sea capaz de flotar en el viento y todavía alcanzar respuestas.