jueves, 2 de abril de 2009

La muerte trajo al frío o el frío trajo a la muerte, quién sabe, pero cuando mi compañera de departamento sintió miedo por el aire que movía las puertas seguramente no imaginó que al día siguiente los noticieros porteños amanecerían con una imagen inmóvil que quizá explicara, lejana y místicamente, su intento de premonición: el imponente Congreso de la Nación cercado de flores de muerto, una larga fila de personas de variada edad con iguales narices rojas y un tráfico detenido al borde del parque en el que desemboca la gran Avenida de Mayo.

Un ex-presidente muerto: Raúl Alfonsín. Luto nacional de tres días. A las nueve de la mañana no significaba mucho ni para mí ni mis amigas mexicanas. En México se hacen aglomeraciones más grandes cada domingo en un zócalo incomparable en dimensiones con las plazas bonaerenses. En México el luto puede ser por Cantinflas o Pedro Infante, pero no por expresidentes. En México no hubo una dictadura con 30 mil desaparecidos y por tanto no hubo inmediatamente después un primer presidente elegido democráticamente y ahora llorado por 85 mil personas al pie del ataúd.

Al salir a la calle, el viento helado me sorprendió después de días de 35 grados. No era un día como todos. Hacia las 10, empezé a entender por qué Tomás Eloy Martínez –el escritor argentino culpable de que yo esté aquí- insiste en que la historia argentina siempre vuelve sobre sí misma –quizá como Hegel pero con más pesar-. Hace una semana la ciudad ya había refrendado el dolor de la memoria que no muere al conmemorar la dictadura militar y justo a un día de recordar la derrota contra los ingleses en la guerra de las Malvinas, muere un presidente elegido democráticamente.

A las 11 estaba más allá del fastidio de verme obligada en todo café –y en Buenos Aires brotan tan de sorpresa como “los sin techo”- a dar seguimiento a la sosa cobertura informativa que no mostraba ni otro congreso ni otra larga fila ni otras flores. La oficina central de DHL Argentina me había amablemente informado que debido a una restricción de aduana el paquete que esperaba no podía ser reclamado sin un pago de 60 dólares y un cambio en el nombre del destinatario, y el cambio no podía hacerlo hoy porque ya estaban a punto de cerrar, ni mañana por el asueto a causa de las Malvinas, ni el viernes porque seguía el luto nacional, “porque sabe, se nos murió un expresidente y bueno…”

Ahora sí empezaba a sentir –de manera frívola y egoísta, sí- el peso de la historia de un país ajeno. Las ideas de Martínez fueron totalmente comprobadas hacia el mediodía, cuando un oficinista chilango tuvo como única respuesta a mis quejas estilo norteño (casi a gritos argentinos), la más irrazonable y a la vez ahora irrebatible respuesta: “De Argentina no nos hacemos responsables, en ese país cambian las leyes todos los días”.



Un oficinista sentado solo al lado de mi mesa también sola quiere que comprenda mejor la importancia del día: “No se ha visto algo igual desde que murió Perón en el 74”, mientras ambos observamos el televisor del restaurant que sigue en la misma imagen: congreso, gente, flores; el congreso que con sus altas columnas tan romanas y blancas se ha convertido en una especie de faraónica tumba.
A las 2:30 ya no hay nada que hacer por la retención de mi paquete, la aduana ha cerrado oficinas en Ezeiza y en las oficinas de DHL me miran sin misericordia, no hay más que hacer, es natural que todo cierre hasta el lunes, y me repiten: que hoy se murió un expresidente, que mañana hay que recordar a las Malvinas perdidas y el viernes seguir recordando también al expresidente –“son tres días de luto nacional y bueno…”-, y el fin de semana ni pensarlo.

Termino por aceptar el curso del día y de la historia que se asoma al presente y distorciona lo cotidiano. Sin esa retención sinsentido de mi envío en aduana, sin haber salido a la calle ese día de frío y muerte, no hubiera entendido mejor –quizá- a Tomás, me consuelo. Camino derecho sobre Avenida de Mayo las menos de diez cuadras que me separan del lugar del duelo. En menos de cinco minutos tengo frente a mí al mismo congreso que observé todo el día en la tele.

Alcanzo a llegar hasta Callao y Rivadavia, “si quiere hacer cola para verlo llegará como a medianoche”, me advierte una señora; encuentra cómodo el lugar que yo he elegido tras la reja que divide a los que hacen fila y los que miran a los que hacen fila.

Para poder observar las flores, la fila de gente y los fotógrafos pululando orgullosos de su carnet, levantamos una de las mantas –“sos nuestra bandera, juventud radicalista”-. Raúl Alfonsín fue el mejor presidente que ha tenido la Argentina, cuenta la mujer; luego también cuenta que es profesora universitaria jubilada, socióloga, que no estuvo para votar por él porque aún estaba exiliada en Centroamérica, que justo un año antes ella y su esposo habían sido torturados y desaparecidos.

A nuestro pequeño mirador se acerca una mujer visiblemente más vieja. “Tengo 79 años y ya he visto mucha mierda”, declara con desparpajo. Con ver las flores y la gente se conforma, murmulla a mi oído, ¿con ver a la presidenta también?, pregunto para provocar, “no, ésa está en Inglaterra, siempre está viajando, tal vez venga Néstor, pero mejor que ni se acerque, lo van a silvar; o mejor sí, para que se dé cuenta de la realidad”.

Cuando vi salir a la gente con la cara inchada, los ojos acuosos, olvidé un poco mi egoista preocupación por el envío retenido en aduana. Se escuchan las juventudes radicalistas, las juventudes y viejetudes; se escuchan al cantar el himno nacional, cantar el nombre, cantar un sólo nombre. “Yo era peronista entonces, pero él era buena persona, se hizo querer”, me dice Juan Ramón.

Todo inició en el 83, me dice mi nuevo compañero de mirador. Al saber que soy mexicana trata de encontrar el equivalente: “Con ustedes estaría Alfonso Mateos”, no lo corrijo, bastante que sepa a medias el nombre de un presidente que nunca fue el suyo. Vuelve a conjeturar: “Usted tendría unos cinco años”, entonces sí lo corrijo: “En ese año nací”. No hay duda, la historia se devuelve y a todos nos toca parte del pasado, aunque no haya sido el nuestro.


La multitud silenciosa me sorprende. En México ya estarían vendiendo tacos, agua, fotos del difuntito. Aquí hay que salir del perímetro luctuoso para vislumbrar de nuevo la vida, la vida de acá: los mismos mendigos en sus casas de colchones malolientes acampando en los recovecos de plazas y dinteles de edificios destartalados, los mismos turistas con sus cámaras digitales disparando sin ton ni son sobre los edificios no destatalados, los mismos argentinos con sus mismos piropos argentinos.

Hace una semana la marcha –con mucha de la misma gente quizá- iniciaba en congreso para terminar en la Casa Rosada; ahora la Avenida de Mayo sólo giró la dirección de la corriente y la Avenida 9 de Julio sigue siendo el eje de una memoria que se manifiesta, el eje de todas las edades, credos, clases sociales y partidos políticos, las lágrimas tienen la misma sal.

Al frío del día de la muerte se le suma la melancólica lluvia del día del entierro. Los periodistas de la vieja guardia empiezan a compararlo con el día también lluvioso del entierro de Juan Domingo Perón, “salvando las distancias”, se defienden sin abundar sobre la especificidad de las distancias.

Amanece con lluvia y la televisión sigue con su congreso, las flores y ahora el féretro: un cuerpo como muñeco de cera, frente y manos besadas como niño-dios en pesebre; “¡argentinos locos!”, exclama la compañera de depa chilena al observar las imágenes del cuerpo sin vidrio que separe al muerto de los vivos. El inconfundible Canon en Re de Debussy aumenta la atmósfera romántica de los improvisados documentales televisivos.

En cómodo zapping desde el televisor de mi departamento para extranjeros -la ciudad hoy es para los nacionales-, observo el traslado del cuerpo de Alfonsín hacia la Recoleta. En el Pere Lachaise porteño estará sólo “momentáneamente”, insiste en recordar el reportero de TV República. “Momentáneamente” descanzará en paz, mientras se le busca otro lugar, mientras se le construye un monumento y quizá una avenida, un parque, una estanción de “subte”. Entonces recuerdo de nuevo las ideas de Martínez: este país tiene una atracción especial por los cuerpos, y más por los cuerpos muertos. Lo decía por Evita, por Perón, pero también, ahora entiendo, por toda la Argentina.