jueves, 31 de enero de 2008

Centralismos

MÉXICO, D.F. VS. HERMOSILLO

Alberca $50.00 al semestre vs. $360.00 al mes
Clase de idiomas $ 2.00 al semestre vs. $700.00 al mes
Transporte urbano $ 2.50 vs. $ 5.00
Inscripción a posgrado $ 0 vs. $4,000.00



… que los impuestos de todo ciudadano de “provincia” permitan que los capitalinos paguen dichos irrisorios precios, no tiene m…




Minutos después de permitir que la secretaría de Hacienda me estafara de nuevo – ocho pesos para entrar a su exposición “Pago en especie” me pareció irrisorio hasta que recordé que hace menos del mes tuve que pagarle $700 pesos nada más por no declarar que no estaba ganando nada!-, reflexioné por milésima vez sobre el centralismo de este nuestro querido país.

Era sábado y estaba en el Zócalo de la Ciudad de México, el centro del centro; y en su centro, una popular exposición de fotografías en gran formato cuya fila para entrar era de mayor gran formato. Recorrer el centro histórico es recorrer los numero 1 del país: la primera cantina (“cerrada por remodelación”), la primera librería, el primer palacio de gobierno, la primera iglesia, la primera tlapalería (ya sé qué es) y seguramente hasta el primer puesto de tacos con salmonelosis incluida.

La Ciudad de México ha sido la ciudad elegida a lo largo de la historia del país: desde nuestros ancestrales indígenas hasta nuestros también ancestrales colonizadores, pasando por todos “nuestros” presidentes (a excepción del buen Benito Juárez que anduvo de errante un rato), las instituciones públicas y privadas, las universidades de “prestigio”, las empresas, museos, galerías y todo lo que suene a “nacional” ha tenido por sede el centro (a pesar del propio término que políticamente incluye a todos los estados).

Como me sobraba tiempo antes de llegar a una cantina tradicional “mexicana” (que por supuesto en nada se parecen a las del norte, que también son “mexicanas”), cuando salí de la exposición de artistas plásticos nacionales (que por supuesto eran sólo del centro), me dirigí al primer museo gratuito que se me atravesó. Resultó ser que era el Museo Nacional de las Culturas. Calle Moneda. Sin comerciantes ambulantes, por fin. Esculturas de Cuevas instead.

La primera sala me recordó los museos parisinos y romanos, pero todos juntos y como después de un desastre natural. La cultura hegemónica al inicio: Cabezas, bustos y cuerpos completos de griegos y romanos, después hebreos, egipcios, mesopotámicos y demás, hasta llegar al estrecho de Bering. En el segundo piso, entre pasillos mal iluminados y museografía pasada de moda, se refugian las culturas orientales y africanas, ya por no dejar. Culturas mexicanas: mexicas, olmecas, lo de siempre. Me sorprendió la cantidad de familias que acudían con sus hijos de primaria a tomar notas para las tareas. Las escenas me remitieron a mi infancia en la remota Aridoamérica. Mientras en el norte nos conformamos con las malas ilustraciones de los libros de texto gratuitos, en el centro pueden acudir cada domingo a reforzar y comprobar los temas vistos en clase al apreciar una copia fiel de una escultura griega o reconocer la piedra de rossetta y las tablillas de escritura cuneiforme.

La Real Academia de la Lengua informa: Nacional = perteneciente o relativo a una nación; Nación = Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno. Si algo es nacional, ergo, “pertenece” a todos los miembros de la nación. PERO, dudo mucho que cuando alguien de Tijuana enferme pueda acudir de inmediato al mejor hospital nacional de especialidades o si un artista de Tamaulipas quiera presentarse en Bellas Artes pueda hacerlo con la facilidad de quienes cada domingo tienen su función.

Eso sí, en todas las escuelas primarias de todas las ciudades, pueblos y puntos circunvecinos, cada lunes se escuchará entonar (o desentonar): “y retiemble en sus centros la tierra”… menos mal que el Himno Nacional reconoce varios centros, será el único?

martes, 29 de enero de 2008

Tinto o aromatico?






Mientras planeo mi proximo texto ocioso, aqui les dejo una croniquita producto de un taller de periodismo de la FNPI en Cartagena, incluidas unas fotitos adoc con aquello del estreno de El amor en los tiempos del Colera filmado alla... les debo la foto del "tintero".



-A 500, 200 y 100 pesos, el que quiera, aromático o tinto, llévese un vasito – voz clara, rostro moreno y arrugado, cuerpo delgado en arremangada camisa blanca y pantalón beige.

Esa voz clara resalta entre los murmullos y gritos de la Plaza de San Pedro en Cartagena de Indias, Colombia; una plaza de vendedores que atacan y turistas que desenfundan sus dólares, de rígidos policías y risas de niños que corren; una plaza con iglesia color arena tostada y música que impregna un aire con olor a queso y grasa de las amarillas arepas.

Me pregunta de dónde vengo, no cree que sea mexicana, me parezco a las mujeres de su tierra, dice. José Leónidas Suárez Cadavid es originario de Yolombó, Colombia. Nació agricultor de caña. La necesidad lo hizo tintero.

En Cartagena la vida es difícil-sólo ha vendido una vuelta de café hoy-, pero sus empedradas calles donde una pequeña carreta de madera que arrastra con sus 56 años, de ocho de la mañana a siete de la noche le dan para sobrevivir.

A menos de un dólar, de los del tamaño de un dedal a los de media mano, los vasos de cristalino plástico se llenan del café color miel derretida, olor tierra quemada y sabor... “sabor a café”, describe don José sin conflictos ni metáforas.

De pronto su mirada atraviesa la plaza y sus losetas rosadas, la plaza y sus mesas de café frente a la iglesia de piedra. “Los policías no nos dejan quedarnos en un solo lugar, uno debe moverse porque si no nos llevan”, lo reafirman las artesanas sentadas en los escalones de la parroquia, después el vendedor de dulces y luego el pintor ambulante, todos amigos de don José.

Los policías han sido siempre su temor, cuenta mientras caminamos hacia la tienda que le distribuye el café, chicles, cigarros, dulces. Anda de un lado a otro de la ciudad como ha andado de una ciudad a otra, de un país a otro.

“Cuando era joven fui polisón, me fui en un barco a Estados Unidos, no me atraparon... sí, sí sentí miedo, no comí en cuatro días”, dice con voz de nostalgia por aquellos 25 años de edad en las palabras. Lo recuerda con una sonrisa, allá se vivía mejor.

Cuatro años y medio en New Jersey – primero como “dish washer” y luego como agricultor- le hicieron querer vivir en aquel país para siempre.


Buen café, mal país.

“Si la migra no me hubiera encontrado, seguiría viviendo en Estados Unidos, en Colombia no hay futuro”, asegura mientras pasa llanta por llanta su carreta de madera de las cuidadas banquetas del centro histórico de Cartagena al barrio de Getsemaní, un lugar que por su pobreza y penumbra hace honor al bíblico del mismo nombre

La belleza del Cartagena para turistas ha quedado atrás. El Cartagena para vivir, el tras bambalinas, aparece al descorrer la cortina de polvo y máquinas de construcción. Los balcones de colores son ahora desgastados barrotes que parecieran a punto de caer de edificios aún más fantasmales que los rostros que de ellos salen; rostros oscuros como la noche misma, risas producto del polvo blanco que inhalan en plena calle. El escenario para una película de piratas está listo.

Don José vende el último cigarro a un joven despeinado, con olor a tres días sin baño y varios con alcohol. Continuamos el camino, sólo dos cuadras más. Allá (en Estados Unidos) podía comprarse un cambio de ropa con un día de trabajo; aquí (en su propio país) apenas gana para comer.

A un termo le caben 25 “tintos” de 100 pesos. La tienda le vende a 1, 100 el termo y él le gana 300 pesos a cada uno de los cinco termos que en promedio vende. Otros venden hasta 10 termos en el día, explica, pero él no se preocupa tanto.

“La esquina de Getsemaní” es un oasis de luz, amarillenta y opaca, pero más luminosa que las calles que lo rodean. Aunque la tienda vende desde dulces hasta artículos de cocina y limpieza, sin orden sobre anaqueles de madera vieja, el aroma que desprende no puede ser otro que el mismo que pasea don José. El café es molido por dos alegres jóvenes que atienden a 40 tinteros todo el día, todos los días.

El mal café sabe a “viejo, arrinconado”; el que don José vende, asegura él mismo, es buen café, no tan bueno, porque ése cuesta más, pero de los mejores. Es café Dolca. Instantáneo, revela tímido el tintero. La gente cree que es del tradicional, el tostado y colado, pero eso tomaría mucho tiempo. En realidad, el café de los tinteros es el mismo que cualquier persona podría hacer en su casa.

Su casa está cerca, al salir de la tienda, sin carreta, ni tinto, ni cigarros, nos despedimos. Nunca tuvo hijos, se separó de su esposa hace 16 años. Ahora vive solo en un pequeño cuarto de edificio del mismo barrio, a unas cuadras de la tienda.

Al día siguiente, como todos los días, debe trabajar de siete de la mañana a ocho de la noche, o hasta que la policía lo deje. “Este es un lugar malo, vaya con cuidado”, y desaparece en un empedrado callejón oscuro de destartalados balcones.

Al día siguiente, en efecto, está en la misma plaza. Su café pasa por los labios de un cartagenense como por los de un extranjero. Café y cigarrillos, lo que más vende. “El café se acompaña con cigarro, sabe mejor”, no, él ya no fuma, pero toma café desde los cuatro años. Sabe que dicen que hace daño, pero él no lo cree, una tía suya tomó café de los tres a los 80 años y nada le pasó.

La temperatura del café es como la temperatura de Cartagena: Caliente hasta sentir un sol por dentro. Ahí puede estar la clave de que en la costa colombiana se tome tanto café, deduce don José: “El tinto quita la sed, refresca”; no sabe por qué, pero así es.

Le gusta el café colombiano, pero sigue ahorrando para irse, tiene la esperanza del sueño americano. “Si pudiera irme me iría, aquí no hay futuro”, vuelve a repetir en su propia letanía. Los dos millones de pesos colombianos que debe reunir para el viaje y un pasaporte falso lo atan a la carreta de tinto.

Desde que sabe que vivo en la frontera, él hace las preguntas: “¿Cuánto cuesta el avión a Sonora? ¿La policía vigila mucho el desierto? ¿Es peligroso?”. No hay tiempo de responder, la otra policía, la de aquí, la que para él es peor que la de allá, viene en su dirección, debe cambiar de plaza, ya ha estado demasiado tiempo en un solo lugar.

sábado, 26 de enero de 2008

Herencias

Hace seis meses, un día de agosto que debió ser como el 6, mi mamá echó un flachazo de buenas a primeras mientras yo salía apurada a impartir mi primera clase formal contratada por una prestigiada institución educativa privada con campus en todas partes. Ella argumentó que era el primer día de maestra de su querida hija y que eso era importante. Tratando de entender su lógica, me pregunté por qué entonces no me había tomado una foto en mi primer día de trabajo en el periódico más conocido del estado, al fin había estudiado para periodista y no para maestra. Claro, no había explicación más obvia: mi mamá es maestra.
No sé en qué momento uno decide su profesión (yo creo seguir sin decidirla), pero si hacemos un recorrido flashback por nuestra historia solemos encontrarnos con indicios o pequenos símbolos de nuestra vocación.
Mis hermanos y yo crecimos viendo a mis papás planeando clases los domingos y discutiendo problemas de los alumnos en las comidas, pero también afirmando que no seríamos maestros. Mis papás decían que éramos libres de estudiar cualquier carrera, y lo hicimos: mi hermana está a punto de ser enfermera, mi hermano estudia medicina y yo me gradué de periodismo y letras. Sin embargo, los tres hemos llegado a dar clases de alguna u otra extrana forma.
Ayer entré por primera vez ( y por metiche) a una clase de bioquímica que mi hermano imparte en la facultad de medicina de la UNAM a estudiantes menores que él (por supuesto no entendí nada, y sí, él debe ser más nerd que yo). Necesité sólo seis meses en la docencia para entender la foto de mi mamá. Sé que es cursi, pero también se me antojó tomarle una foto a mi hermano.
Apenas unas semanas antes, en Hermosillo, esperando se desocupara para entregarle unas llaves, observé a mi papá dando clase. Cuando era nina debí haber visto muchas de sus clases, pero hasta ahora que vi a mi hermano y que me recuerdo a mí misma frente a un grupo, me doy cuenta de que la vocación pareciera ser una ineludible herencia genética (claro, no en el sentido estrictamente positivista del término, no soy científica y no tengo forma de comprobarlo). No sólo el hecho de dar clases en sí, sino el estilo, la forma de interactuar con los alumnos, de explicar o ejemplificar, independientemente de la materia, es el misma en los tres (tendría que observar a mi hermana explicando salud reproductiva a las senoras de su clínica para comprobar la tesis).
Antes de llegar a ser profesroa por determinación de un contrato que así me nombraba, ya lo había sido al jugar a la escuelita, dar asesorías a mis companeros de primaria, instalar mi propia escuela de inglés para mis amigas de secundaria, dar catesismo e impartir capacitación diversa (lo de haber tenido un novio profesor lo dejo optativo de incluirse en la lista).
Para algunos amigos que comparten el oficio, ser maestro es sólo un trabajo que te deja dinero y tiempo para escribir; para otros es una actividad productiva como cualquier otra. No sé si ser maestro será el mejor oficio del mundo como dice mi mamá (por las vacaciones, sin duda), pero lo cierto es que descubrir esa vocación en mí fue como cuando un nino descubre que además de gatear puede caminar, y que esta actividad le resulta tan cómoda y natural como la otra (claro, como los ninos, después de varios esfuerzos por no caer en el intento).
En términos religiosos, la vocación alude a un llamado divino para realizar cierta actividad. Independientemente de las creencias del lector, lo del llamado (divino o no, según cada quien) es la explicación, si no científicamente comprobable, sí más intuitivamente creíble. La vocación supera a la profesión u oficio del individuo, a sus metas y voluntad. La vocación no es el resultado de cursar una carrera universitaria, sino el de toda una vida de pequenos o grandes signos a la espera de ser interpretados y vividos.

viernes, 25 de enero de 2008

Ciudades flotantes II


Hoy cumplo una semana en México, D.F., la ciudad que será mi hogar al menos por dos anios. Como si la fotografía panorámica que tomé desde la Torre Latinoamericana la primera vez que vine hubiera sido tomada ahora por varios lentes, el D.F. se aleja y se acerca a mí con tan sólo un girar de la mirada. Para todos los que detectan mi acento “norteno”, aún soy extranjera en mi propio país; para mis nuevos companeros chilenos y colombianos, soy una guía turística.
Ante mi evidente resistencia a subir a un “pumita” (transporte gratuito utilizado al interior de la UNAM para transportar “pumas”, es decir, estudiantes de dicha universidad), un amigo de mi hermano pregunta y expresa su reacción ante la también evidente respuesta: “En Hermosillo no te subías a los camiones? Qué fresa”. La ciudad que era por fines de semana o vacaciones, una ciudad de conciertos, galerías, museos y bonitos restaurantes, ahora será además, y por dos anios, la ciudad del tráfico desesperante, el tufo de alcantarillas, el miedo a calles solas, aglomeraciones en metro y la lucha por un lugar en el “pesero”.
En la casi siempre larga fila de espera de otro “pumita”: temo preguntar si estoy en la fila adecuada para subir a la ruta 3, zona cultural. La joven de adelante me mira de reojo como yo al senor que sigue de mí. Minutos después llega un camión y ambos voltean desconcertados a preguntarme si estaban en la fila correcta; me habían ganado por un segundo a preguntarles lo mismo. Nota recordatoria: cuando me sienta perdida en la inmensidad del universo chilango, pensar que todos somos extranjeros de alguna parte.

jueves, 24 de enero de 2008

Ciudades flotantes




Lo último que acabo de leer de Sergio Pitol (gracias a mi amigo Josué por presentármelo formalmente) me hizo recordar mi personal experiencia con Barcelona. “La verdad es que no cambiaría Barcelona por ninguna ciudad del mundo”, escribe Pitol en su diario; si mal no recuerdo (snif por mi diario de viaje, no sé dónde lo dejé) en el avión Barcelona-Roma, hace 12 meses y algunos días, finalicé la descripción de mi magical mistery tour por Espana, afirmando rotundamente: “quiero vivir en Barcelona” (a lo que después de la románica experience agragaría “con un italiano”, ja).
Menos meses atrás, en Cartagena de Indias, mi profesor espanol de un taller de periodismo para latinoamericanos, se sorprendió ante mi confesión sobre aquella ciudad de la madre patria, para él, a pesar de ser espanol, era simplemente inconcebible que después de conocer las principales capitales de Europa, me decidiera por Barcelona.
La coincidencia no es sorprendente para mí. Si Pitol fue capaz de ser rotundo respecto a Barcelona después de haber vivido la pobreza más extrema de su vida en aquellas calles, no veo por qué no podría afirmarlo yo después del agradable clima primaveral en pleno cruento invierno europeo (el precio que uno paga por no pagar más), la deliciosa paella (con vinito por supuesto), la fiesta de todos los días (y todo el día) en las Ramblas y hasta la inevitable visita a Zara.
Supongo además que tantos días de aeropuertos, lenguas diversas menos la tuya, comidas extranas al paladar y un frío peor que el de las novelas de Charles Dickens y Victor Hugo juntas, terminaron por aumentar el contraste y dotar a Barcelona de cualidades de paraíso dantesco.
El arte de la fuga de Pitol, con sus páginas plagadas de imágenes y escenas de las ciudades más clásicas en el ritual de international tourist hasta las más extravagantes al antojo intelectual, me ha hecho pensar precisamente en eso, las ciudades, las ciudades y la idea que son antes y después de gozarlas, sufrirlas, vivirlas.
Antes de estar en ellas, las ciudades pueden ser un simple punto más en ese mapamundi que debimos memorizar en la escuela primaria o una idílica imagen pegada en algún rincón de nuestro cuarto o nuestros suenos.
Una vez puestos los pies en la prometida tierra, la realidad puede ser cruel o generosa, pero siempre sorprendente. Gracias a la experiencia in situ, las imágenes de algunas ciudades han adquirido ángulos diversos: Londres sí es la ciudad de neblina y misterio de Holmes, con la elegancia majestuosa de todos sus reyes y la frialdad de todos sus súbditos; París puede dejar de ser la “Ciudad luz” si se te ocurre perderte en la salida de un metro de un barrio negro con un nivel 2 de lengua local y la anorada visita a la Torre Eiffel puede ser un suplicio si no vas bien abrigada una fría noche de invierno; Roma es Roma y Ámsterdam no exhibe parejas gay al por mayor en cada esquina, sólo en ciertas (los coffee shops… son los coffee shops).
Hay ciudades que rompen su encanto de postal turística a la menor provocación, hay ciudades que no se terminan de conocer ni viviendo en ellas cien anios, pero hay ciudades que inevitablemente siguen siendo idílicas.

miércoles, 23 de enero de 2008

Hello world!

Hola. Este es mi nuevo blog y con el cumplo una parte de mi lista de propositos nuevos: escribir mucho mucho... Disculpen a mi computadora gringa que sigue sin querer aprender la gramatica espanola. Esperen algo pronto...