lunes, 1 de septiembre de 2008

Campesinos al desnudo

"Por aquí señorita, no se preocupe, ahorita están pacíficos, no van a hacer nada", me indica la mujer policía, quizá reaccionando a mi desorientación, quizá a la sorpresa de todo ciudadano que camina por Morelos y Bucarelli al mediodía de ese jueves. Las macanas, las pistolas, las esposas, los escudos, la mirada alerta, parecen no significar más que rutina para ella.

Armada de pies a cabeza, la mujer custodia a otras cinco mujeres que exhiben lo contrario: su cuerpo desnudo, café con leche, oscuro chocolate, los senos, las caderas, la carne gruesa y suelta bailando al son de la batucada. Uno, dos, uno dos, el mismo paso, los mismos rayos de sol cayendo sobre sus negros, largos y sudorosos cabellos.

Siempre los siguen, me dice la mujer policía, casi cuatro meses siguiéndolos. También los sigue don Carlos, vendedor de cacahuates y demás frituras a cinco pesos la bolsita, “a veces me compran, no siempre, pero yo los sigo a dónde van”, sonríe con su piel morena y su camisa a cuadros, casi se confunde con la marcha, sólo a unos pasos, aunque con camisa.

Jorge, el chico del puesto de revistas, más bien se queja, este día venderá menos porque han cerrado la calle, “lo que me han comprado son revistas de espectáculos, nada de política”, ironiza. No entiende por qué vienen a protestar hasta aquí: “les pregunté que cuál era el salario mínimo que ganaban y me dijeron que 100 pesos al día, aquí es menos, yo trabajo 12 horas para ganar eso, ellos sólo cuatro, pero me dijeron que su trabajo es más pesado y sin descanso, bueno, todo tiene sus pros y sus contras”.


En el templete de rústica madera los pies de las mujeres se raspan pero no dejan de seguir el ritmo, muestran sus cuerpos y su descontento, con sólo un mínimo cartel blanco: “Gobernación nos engaña”; las negras letras cubren su pubis, lo único que han dejado oculto, quizá sólo para dejar espacio a la gran evidencia, a las frases de su protesta.

No son modelos profesionales, pero exhiben sus cuerpos con el mismo valor que sus demandas. La desnudez no es completa para los hombres, pero exhiben su camisa al aire y detienen el tráfico en una pasarela que remite a ritos prehispánicos –uno, dos, uno dos, rodillas flexionadas al compaz de tres viejos tambores. Mezclilla deslavada o raído poliéster de la cintura para abajo, hacia arriba sólo piel tostada en variedad de texturas: esquelética, apergaminada, canosa, abultada, piel expuesta al sol, a las miradas, a lo que venga.

Porque la ausencia de camisa es la bandera de los campesinos veracruzanos que no encontraron mejor forma de protesta que quitarse la ropa en pleno centro de la capital mexicana. Los paseantes, desprevenidos, no entienden lo que dicen, su canto emerge del plástico con rostro de Fox que cubre las cabezas, es una mezcla de gemidos, himnos, porras, ánimo a sí mismos, sólo para sí mismos.

De lejos, el rito de lejos parece un partido de futbol de barrio, de cerca, en medio, el calor húmedo y el olor a sol y sal, a ropa sucia, se contagia, se transmite de un cuerpo a otro como traido de la costa que han dejado.

El juego, sin embargo, no tiene medio tiempo; y no hay balón sino palabras: la palabra como único instrumento, para pelear sus tierras, pero también para responder a los autos que enojados suenan el agudo claxon,para piropear a las pocas mujeres que se atreven a cruzar la calle, su calle.

Aunque Celia se escapó, ríe pícaramente desde la esquina frente a las mujeres desnudas, “el día que decidieron encuerarse yo no fui a la junta, por eso no me tocó”, “¿y tú no te quieres quitar la ropa?”, pregunto mientras echo a su lata de colecta las pocas monedas que traigo de cambio. “Pues no es que una quiera, los líderes te obligan, pero yo ya me escapé”, y Celia sigue su camino, se pierde entre los peatones buscando llenar su lata blanca de monedas para la causa.

La causa es la misma para Amalia Pilar Rodríguez. A ella no la encueran ya, tiene 70 años de edad, y 20 viajando de Poza Rica al D.F., peleando por sus 5 hectáreas de tierra. Resguarda también su rostro, no con máscaras foxianas, sino con una gran manta que habla por ella: “Quieren petróleo huasteco, pero no quieren indios huastecos”. Su mirada atraviesa la mía con temor, “mire a esos policías juntos, están planeando sacarnos, quieren sacarnos de aquí”. Su temor impide más palabras.

Cruzo la calle hacia Reforma. El calor sofocante de los cuerpos al sol disminuye hasta devolver la frescura, los edificios, el olor a carne al pastor de un puesto ambulante donde una multitud ajena al bullicio campesino sacia su hambre. Los policías que Amalia teme piden una orden más de tacos, no hay apuro, me dicen, “todavía hay tiempo, van a estar aquí hasta las 3, pero no va a pasar nada, se ven tranquilos.”