domingo, 6 de junio de 2010

abc


En Sonora nunca protestábamos en las calles. Eso de salir a la calle, tomar pantarcas y gritar consignas siempre fue algo de los "mexicanos del sur" -osea, de Sinaloa para abajo-.
En Sonora, pocos empleaban el argot que cualquier estudiante de la UNAM puede utilizar de alimento diario: "conciencia ciudadana", "movimientos sociales", "solidaridad"...
En Sonora, según la prensa, nunca pasa nada o pasa todo -y todo son las "guerras" del narco y nada más-.
En Hermosillo, Sonora murieron 49 niños quemados en una guardería hace un año. Sonora desde entonces no ha vuelto a ser igual.
Estábamos tan desacostumbrados a las manifestaciones que en la primera marcha que se llegó hasta el frente del palacio de gobierno en Hermosillo, muchos rostros reflejaron el miedo, muchas bocas enmudecieron para no gritar la consigna de los atrevidos: "Bours asesino". Sin embargo, al marchar no importó la filiación política, religión o clase social. Al marchar fuimos una sola ciudad buscando respuesta a lo que nos había pasado de pronto, sin más culpa que haber confiado en nuestra propia elección. También a eso estábamos desacostumbrados.
Estábamos tan desacostumbrados a protestar que en las manifestaciones en el DF, nuestros gritos temerosos eran opacados por los de los chilangos solidarios a la causa: "Sonora, hermano, el DF te da la mano"/ "Los niños de Sonora también son nuestros hijos". Las marchas aquí no fueron de silencio sino de gritos por la justicia; y la justicia no sólo para el caso de los 49 niños, sino para los presos políticos, los trabajadores desplazados, los desaparecidos.
Estábamos tan lejanos -geográfica y culturalmente-, que hasta que nos tocó, no estabamos acostumbrados a reclamar por las otras injusticias que hoy se fusionaron con nuestro propio dolor.
Nunca entendí a quienes protestaban sin conocer de fondo las razones de un movimiento. Quizá por eso rehuía las marchas. Porque entender lleva tiempo, y las marchas tienen hora y trayectoria fija. No obstante, la marcha por los niños de la Guardería ABC de Hermosillo, no fue mi primera marcha, pero sí la primera en la que cada paso era consciente, la primera que no fue impulsada por mis extraños deseos antropológicos-turísticos de vivirlo todo en modo de observador-participante. Porque uno puede no entender los huecos oscuros de la historia, la política, la ideología, pero cuando 49 niños inocentes mueren, no hay más qué entender.
Cuando marchas por un Paseo de la Reforma desolado de autos, porque para que marches ha sido desolado, hay una sensación de apropiación del espacio público que hace entender esa adicción dominical a las marchas en la capital del país. ¿Sirve de algo marchar? Sobre la avenida más mítica de la Ciudad de México, uno ve el Ángel de la Independencia y el autobús cargado de turistas pasar y hacernos objeto de su cámara desechable, porque quizá seremos una muestra más qué llevar a los amigos de su exótica ventura tercermundista. Si sirve de algo marchar es quizá para mantener la ilusión de que la calle es nuestra y la esperanza de que siempre habrá quién comparta nuestra ilusión.

lunes, 8 de febrero de 2010

Historia de una entrevista jamás terminada



¿Qué se pregunta a quien ha recibido miles de preguntas? ¿Qué se pregunta a quien ha hecho y se ha hecho tantas preguntas en su vida? La noticia de la muerte de Tomás Eloy Martínez me llegó justo el día que iba a retomar mi tesis sobre la influencia de su obra en el periodismo y la literatura latinoamericana, después de mi viaje a Argentina y mi semifallida búsqueda de sus respuestas que sólo me dieron más preguntas, ahora sin contestar. Si de algo me aseguro cada vez más en mi trabajo como periodista es que la entrevista es un recurso bastante inútil para aplicarse a los escritores. ¿Para qué buscar una interpretación más allá de su obra misma? En su literatura están las respuestas a todo lo que pase por nuestra mente y que tenga realmente importancia respecto a los autores. ¿Por qué entrevistar entonces? Tal vez sólo por tener el pretexto que no tienen los comunes mortales para tener frente a frente a quien pareciera inalcanzable, para tener una anécdota que contar al final del día o de nuestra carrera.
A conocer la obra y vida de Tomás Eloy Martínez le he dedicado dos años de mi propia vida. Sólo dialogué con él cuatro veces. De mi primer encuentro, dependen todos los demás, y mi propia vocación e interés por un tipo de periodismo que más que género narrativo parece una especie de secta en que pocos coincidimos con Tomás. No es lugar aquí para analizar la estética de su escritura, su propuesta de fusión de géneros periodísticos y literarios, ni la relación personal y colectiva de la Argentina con su historia que impregnan sus novelas. No es lugar para esto, pero sí para saber que esto precisamente ha sido la motivación vocacional que muchos compartimos gracias a él.
Era 2004, yo era parte de un “viaje de estudios” de la escuela de Letras de la Universidad de Sonora a la Cátedra Cortázar, una especie de groupies pero de escritores latinoamericanos. Ya se conocía en Argentina la mayor parte de su obra por la que ahora es célebre: La novela de Perón, La Pasión según Trelew… Pero en México hacía su presentación estelar con una nueva edición de Santa Evita, luego del revuelo de la figura de Eva Perón con el musical de Broadway y la película protagonizada por Madona. Por ello quizá aquella tarde pocos repararon en el discreto hombre de cabello todavía más negro que blanco, traje azul oscuro y porte erguido, que saludaba a las leyendas del “boom” como el entrañable amigo que era. El recinto de la Universidad de Guadalajara se llenó de estudiantes de letras y periodistas nacionales que sólo deseaban autógrafos y declaraciones de “los grandes” del evento: Gabriel García Márquez, José Saramago y Carlos Fuentes.
Sólo una aprendiz de periodista se atrevería a ponerle en frente una grabadora a un escritor de ese tamaño, sin la certeza exacta de qué preguntar, y sin haber leído uno solo de sus libros. Lo confieso, lo único que tenía entonces de periodista era ese instinto de correr detrás de la noticia y no dejar escapar la oportunidad de tener algo qué publicar. Y sin embargo, de Tomás me sorprendieron su cristalina mirada de ojos profundamente azules y melancólicos, la seguridad y elegancia de dandy viejo, la humildad para dedicarle casi media hora a una joven que no representaba a ningún medio importante y la generosidad para escribir la dedicatoria más bella que he recibido en la novela Santa Evita (que entonces no había leído pero que sería mi tema central de tesis de maestría en Estudios Latinoamericanos cuatro años después): “Para Liliana, con gratitud por sus preguntas.”
Cuando el año pasado viví en Argentina cinco meses, ya era una groupie más especializada. Me dediqué a buscar pistas sobre T.E.M., que aún estaba en Nueva York cuando yo llegué a su tierra, procedente irónicamente de N.Y. Así conocí a su hijo Gonzalo, quien me enseñó a ver en Tomás a un ser humano como todos, que ama y sufre. A su ahora viuda, Gabriela Esquivada, que cuidaba de él con una admiración profunda. A Noé Jitrik y Roberto Ferro que me acercaron a su obra desde la academia y sus recuerdos de amistad.
En su natal Tucumán confieso que busqué su casa pero sólo encontré un estacionamiento; la tarde de ese día conocí a María Eugenia, su amiga de la infancia que a pesar de sus achaques de profesora universitaria jubilada aún ríe al recordar los paseos al campo con el galán “Tomasito”. Al día siguiente María Santillán me abrió las puertas del archivo de La Gaceta, el periódico donde el talento del escritor se hizo público por primera vez. Entre las carpetas con ineludible olor a tinta guardada dedicadas a T.E.M, pude observar textos en papel amarillo, mecanografiados y adornados con las correcciones del autor a mano.
Otra tarde en un café de Recoleta, en Buenos Aires, su primer editor y aún director y propietario de este diario, Daniel Dessein, me compartiría los primeros años del Tomás periodista que él se enorgullece de haber descubierto: Martínez tenía sólo 16 años cuando a través de su padre, que trabaja como obrero en las prensas, le hizo llegar al director un primer texto sobre Elliot. Dessein lo leyó con desconfianza, pero se sorprendió por la forma de adjetivar de Tomás y empezó a publicarle reseñas de cine, teatro y libros a pesar de las fuertes críticas de los escritores consagrados locales, quienes advertían que Tomás jamás llegaría a ser buen escritor.
“Tomás en aquel tiempo era católico militante, venía del catolicismo liberal, pero muy rápidamente se fue apartando de sus orígenes. Era un hombre tan ferviente que incluso cuando participaba en las procesiones de Tucumán en lugar de llevar la vela en un portavela, la llevaba en la mano para que la cera le quemara”, todavía recuerda su primer jefe de un escritor que, en sus inicios, para titular sus cuentos abría la Biblia y elegía una frase al azar.
Si dejó su tierra gracias a una reseña de cine que le gustó a un editor del diario La Nación, también por la libertad de seguir criticando cine a su modo fue que se quedó después un año sin trabajo, ya en la capital argentina. “Cuando le pidieron que dejara de hacer críticas sobre películas de Hollywood porque estaba en riesgo la publicidad del periódico, Tomás dijo: ‘mi trabajo está en venta, mi firma no’”, me narró Dessein, casi como si él mismo hubiera estado ahí.
Como sus personajes se confunden, se diluyen y se pierden en las calles de Buenos Aires, Tomás se me escapaba cada vez que estaba a punto de encontrarlo. Su enfermedad avanzaba cada vez más, y cada vez menos deseaba entrevistas. Hablé por teléfono con él desde un locutorio de Avenida de Mayo, él estaba seguramente a unas cuadras, en su casa de San Telmo, pero su voz cansada y apenas audible me invitó a la prudencia. Hablamos de su amiga Elena Poniatowska. “Yo quiero mucho a Elenita, pero no hacemos lo mismo”, y eso bastó para rebatir mi idea de comparar su obra con alguna otra.
La segunda y última vez que lo vi en persona fue en una selecta rueda de prensa en las oficinas de Alfaguara Argentina a causa de la reedición de su obra completa y el Premio Ortega y Gasset. Ahí se atrevió a regalarnos una edición muy especial de Bazán, que no era de Alfaguara sino de Eloísa Cartonera, una editorial de niños de la calle. Ahí también fue que me compartió su última enseñanza sin saberlo: “Los narradores escribimos sobre lo que sabemos para aprender aquello que no sabemos, para conocer aquello que no conocemos; en verdad, la escritura de novelas, como la escritura en general y el periodismo, es una exploración de caminos desconocidos, inexplorados, la búsqueda de luces que vislumbramos pero no vemos”.
Su muerte no estaba en mi plan de investigación de tesis. Como no lo estaba quizá en su plan inmediato, al menos no cuando dijo aquella tarde entre sus colegas periodistas que había decidido retirarse de la docencia en Rutgers University para dedicarse a escribir, que habría que cambiar su curriculum de “profesor residente y profesor distinguido” a “profesor emérito”, pero sólo a partir de junio de 2010, “todavía queda un año para eso”, dijo con la despreocupación de una paciencia alegre que sigue guardada en mi grabadora. Y con la misma paciencia estaba trabajando, me contó, en un libro que le había encargado una editorial inglesa para una colección de historias sobre mitos griegos; él narraría algo sobre el Olimpo, pero, de nuevo, desde la historia de su país como punto de partida: “Es muy difícil insertar el Olimpo de los dioses griegos en esa realidad siniestra, pero algo que no tiene que ver con la realidad pero que sí desemboca en la realidad argentina está en ciernes”.
Aquella primera imagen en Guadalajara de escritor dandy –aún cuando afirmara que el verdadero galán del grupo era Carlos Fuentes-, contrastó con mi última imagen de un hombre que doblaba las rodillas al caminar tomado cariñosamente de los brazos por sus hijos Ezequiel y Gonzalo. Fue esa última vez que lo vi cuando prometió contestar mis preguntas por e-mail. La respuesta que recibí ya en México, fue la última que recibiré de él: “Por lo general, cumplo siempre con lo que prometo. Pero en este caso tengo que pedirte disculpas porque mi salud no anda bien y mis energías son escasas.” Y a espera de rendirle en mi trabajo el mayor homenaje que pueda, me quedo con sus libros y con las preguntas de una entrevista nunca finalizada, preguntas descartadas para siempre porque, de cualquier forma, ¿qué preguntar a quien vivió de buscar respuestas para sus propias preguntas?