lunes, 1 de septiembre de 2008

Campesinos al desnudo

"Por aquí señorita, no se preocupe, ahorita están pacíficos, no van a hacer nada", me indica la mujer policía, quizá reaccionando a mi desorientación, quizá a la sorpresa de todo ciudadano que camina por Morelos y Bucarelli al mediodía de ese jueves. Las macanas, las pistolas, las esposas, los escudos, la mirada alerta, parecen no significar más que rutina para ella.

Armada de pies a cabeza, la mujer custodia a otras cinco mujeres que exhiben lo contrario: su cuerpo desnudo, café con leche, oscuro chocolate, los senos, las caderas, la carne gruesa y suelta bailando al son de la batucada. Uno, dos, uno dos, el mismo paso, los mismos rayos de sol cayendo sobre sus negros, largos y sudorosos cabellos.

Siempre los siguen, me dice la mujer policía, casi cuatro meses siguiéndolos. También los sigue don Carlos, vendedor de cacahuates y demás frituras a cinco pesos la bolsita, “a veces me compran, no siempre, pero yo los sigo a dónde van”, sonríe con su piel morena y su camisa a cuadros, casi se confunde con la marcha, sólo a unos pasos, aunque con camisa.

Jorge, el chico del puesto de revistas, más bien se queja, este día venderá menos porque han cerrado la calle, “lo que me han comprado son revistas de espectáculos, nada de política”, ironiza. No entiende por qué vienen a protestar hasta aquí: “les pregunté que cuál era el salario mínimo que ganaban y me dijeron que 100 pesos al día, aquí es menos, yo trabajo 12 horas para ganar eso, ellos sólo cuatro, pero me dijeron que su trabajo es más pesado y sin descanso, bueno, todo tiene sus pros y sus contras”.


En el templete de rústica madera los pies de las mujeres se raspan pero no dejan de seguir el ritmo, muestran sus cuerpos y su descontento, con sólo un mínimo cartel blanco: “Gobernación nos engaña”; las negras letras cubren su pubis, lo único que han dejado oculto, quizá sólo para dejar espacio a la gran evidencia, a las frases de su protesta.

No son modelos profesionales, pero exhiben sus cuerpos con el mismo valor que sus demandas. La desnudez no es completa para los hombres, pero exhiben su camisa al aire y detienen el tráfico en una pasarela que remite a ritos prehispánicos –uno, dos, uno dos, rodillas flexionadas al compaz de tres viejos tambores. Mezclilla deslavada o raído poliéster de la cintura para abajo, hacia arriba sólo piel tostada en variedad de texturas: esquelética, apergaminada, canosa, abultada, piel expuesta al sol, a las miradas, a lo que venga.

Porque la ausencia de camisa es la bandera de los campesinos veracruzanos que no encontraron mejor forma de protesta que quitarse la ropa en pleno centro de la capital mexicana. Los paseantes, desprevenidos, no entienden lo que dicen, su canto emerge del plástico con rostro de Fox que cubre las cabezas, es una mezcla de gemidos, himnos, porras, ánimo a sí mismos, sólo para sí mismos.

De lejos, el rito de lejos parece un partido de futbol de barrio, de cerca, en medio, el calor húmedo y el olor a sol y sal, a ropa sucia, se contagia, se transmite de un cuerpo a otro como traido de la costa que han dejado.

El juego, sin embargo, no tiene medio tiempo; y no hay balón sino palabras: la palabra como único instrumento, para pelear sus tierras, pero también para responder a los autos que enojados suenan el agudo claxon,para piropear a las pocas mujeres que se atreven a cruzar la calle, su calle.

Aunque Celia se escapó, ríe pícaramente desde la esquina frente a las mujeres desnudas, “el día que decidieron encuerarse yo no fui a la junta, por eso no me tocó”, “¿y tú no te quieres quitar la ropa?”, pregunto mientras echo a su lata de colecta las pocas monedas que traigo de cambio. “Pues no es que una quiera, los líderes te obligan, pero yo ya me escapé”, y Celia sigue su camino, se pierde entre los peatones buscando llenar su lata blanca de monedas para la causa.

La causa es la misma para Amalia Pilar Rodríguez. A ella no la encueran ya, tiene 70 años de edad, y 20 viajando de Poza Rica al D.F., peleando por sus 5 hectáreas de tierra. Resguarda también su rostro, no con máscaras foxianas, sino con una gran manta que habla por ella: “Quieren petróleo huasteco, pero no quieren indios huastecos”. Su mirada atraviesa la mía con temor, “mire a esos policías juntos, están planeando sacarnos, quieren sacarnos de aquí”. Su temor impide más palabras.

Cruzo la calle hacia Reforma. El calor sofocante de los cuerpos al sol disminuye hasta devolver la frescura, los edificios, el olor a carne al pastor de un puesto ambulante donde una multitud ajena al bullicio campesino sacia su hambre. Los policías que Amalia teme piden una orden más de tacos, no hay apuro, me dicen, “todavía hay tiempo, van a estar aquí hasta las 3, pero no va a pasar nada, se ven tranquilos.”


jueves, 15 de mayo de 2008

Día del maestro

Para firmar la renuncia a mi último trabajo tuve que ir a la oficina de recursos humanos. La administradora estaba atendiendo a una señora mayor antes que yo, así que me senté a esperar. “Sólo esperamos a que me llamen para que me den la respuesta definitiva y si me dan permiso ahorita mismo se puede ir a su casa, ya no tiene que ir a trabajar”, dijo la administradora; la señora sonrío tímidamente, los ojos se le hicieron agua y volteó a ver a su hija que estaba de pie a su lado; “mi mamá siempre decía que ojalá le dijeran con tiempo para prepararse y despedirse de todos”, dijo la hija. La señora se iba a jubilar después de 30 años de servicio al gobierno del estado.

En ese momento me percaté que la señora era la encargada de cuidar la galería de la casa de la cultura; siempre que iba a reportear al lugar me recibía con una sonrisa y hasta me explicaba de qué se trataba la exposición. Ella también me reconoció, me preguntó que qué hacía, sentí feo decirle que iba a renunciar, pero le dije y le agregué que sólo tenía seis meses trabajando ahí. Ella sólo sonrío de nuevo, como quien observa a un viajero que apenas empaca cuando ella ya regresó del gran viaje. ¡30 años en un mismo lugar haciendo lo mismo! En cuatro años de vida laboral formal yo llevaba ya cuatro trabajos.

A pesar de que me gustaban mis trabajos, muchas veces sentía que un día más de rutina podía matarme. Siempre me han parecido increíble esos casos que he conocido: 50 años tomando fotos, 40 años escribiendo una columna, 30 años contando el dinero de otros; me parece admirable la pasión o la disciplina, o ambas, pero también incomprensible cuáles son los mecanismos que llevan a una persona a levantarse cada día y asistir al mismo trabajo durante toda su vida. Marx diría que porque están enajenados por el sistema capitalista, pero no le crean todo.


Lyotard tiene razón, los grandes relatos han acabado. Quizá porque el respeto, compromiso y disciplina, cuidar el trabajo como algo sagrado, son valores que estos tiempos postmodernos han alejado de las nuevas generaciones de jóvenes que cada vez tardan más en encontrar o en querer encontrar un trabajo formal y que al tenerlo se vuelve sólo algo momentaneo, un tránsito siempre hacia algo más, no una razón de vida como lo fue para nuestros padres y abuelos.

A mi papá le faltan tres años para jubilarse de profesor, a mi mamá unos cinco. Los he escuchado quejarse del sistema, de los jefes, de algunos colegas, de los problemas que no pueden resolver, de la carga administrativa (de lo que todo mundo se queja en un trabajo), pero nunca de estar frente a un grupo. La profesión es especial porque se trabaja con personas, porque se influye en ellas, porque se cambia de manera real al menos un poco de al menos una vida (mucho más de lo que muchos teóricos podrían asegurar o tener el privilegio de ver sobre su trabajo).

Cambiar el mundo en pequeño, en secreto, desde un aula es mucho más humilde y discreto que querer cambiar al mundo en gigante, con nombre en los medios o en la historia misma, pero quizá más tangible, emotivo y real. Como periodista creía que podía ejercer alguna influencia en mi realidad, en denunciar problemas y cambiar sociedades; al trabajar como maestra me di cuenta que a veces una clase, una lectura bien elegida, una palabra o un gesto pueden hacer más por seres con nombre, rostro e historia que tengo frente a mí y que también me influyen que todos los artículos que pueda escribir a un indefinido lector al que quizá nunca conozca. Sólo he sido profesora seis meses y por ello reconozco que hace falta mucho para que alguien pueda ser llamado maestro, pero llegar a serlo ofrece tantas satisfacciones que puede hacer olvidar la terrible rutina. Felicidades a todos los maestros.


lunes, 28 de abril de 2008

Sonora querida...

Lo que medio zócalo capitalino traía ayer bajo el brazo...




miércoles, 9 de abril de 2008

Leche y lucha de clases

Diálogo con una encuestadora de productos lácteos.

-¿En qué delegación vive?
-Benito Juárez. ¿Es necesario que lo escriba?
-Sí.
-¿Para qué?
-Para comprobar que puede consumir leche light.
-¿Por qué?
-Porque la gente que vive en delegaciones de clase baja no puede consumir leche light.
-¿Ah sí? ¿Por qué?
-Porque las personas de clase baja no se preocupan por su figura y por eso no consumen la leche light y ustedes sí.
-Ah.

martes, 8 de abril de 2008

Yesterday...

A propósito de la sobredosis de marxismo que he tenido en los últimos meses…

Después de leer un cuento sobre niños pobres, mi profesor de quinto grado de primaria preguntó al grupo si considerábamos que alguna vez se iba a acabar la pobreza en el mundo. Ante el asombro de mis compañeritos utópicos, yo contesté que siempre iba a haber pobreza… y expliqué de pie frente a todos: mientras vivamos en un sistema capitalista, siempre habrá clases sociales y por lo tanto siempre habrá pobres… (luego mencioné a Cuba como ejemplo de un país con otro sistema y donde no había pobreza). No pregunten por qué recuerdo esto ni porqué una niña de 10 años pensaba aquello… Con más años y teorías sociales complicando mi cabecita, me pregunto en qué lugar vamos dejando la seguridad y simpleza de las respuestas infantiles.


Dos conclusiones:
1. Si una niña puede entender el problema de la pobreza, ¿por qué los políticos no?
2. ¿Acaso era yo una niña marxista?

martes, 1 de abril de 2008

Tres años

La última vez que vi a Alfredo Jiménez Mota iba sentado a mi lado en el auto de un amigo. Habíamos asistido a un taller de capacitación en el Tec y los acaso 20 minutos que tardamos en llegar al periódico, fue el mayor tiempo que conversé con él. Tres días después desapareció y mañana se cumplen tres años sin noticias del caso.

Hoy me llegó un correo de un colega de Hermosillo conmemorando la desaparición de Alfredo; no pude dejar de recordar la última vez que lo vi y de lamentar, como entonces, no haber conversado más con él. Lo mismo me había pasado años antes cuando murió un sabio profesor de la escuela de Letras a quien siempre veía sentado solo al mediodía en una banca; al pasar por ahí me prometía llegar al día siguiente a platicar, nunca me di tiempo; un día los paramédicos fueron por él a esa banca y no volvió. La misma promesa incumplida hice a un viejo escritor que cada vez que veía me hacía la misma invitación entusiasta a su taller literario; la última vez que prometí asistir fue el día anterior a su muerte. Ninguna de estas tres personas tenían un lugar especial o particular en mi vida, pero fueron parte cotidiana de ella.


¿Qué tanto llegamos a conocer a la gente que nos rodea? ¿Cómo sería nuestra relación con los demás si supiéramos que al día siguiente podrían ya no ser parte de nuestra cotidianidad? En las películas, los protagonistas reservan sus mejores frases para el final y la solemnidad del momento es tal que el público hasta suele memorizarlas; en la vida real, uno sólo atribuye significado a ciertos momentos desde lo que pobremente nuestra memoria puede recordar una vez que el hecho está consumado. Entonces las últimas palabras, sonrisas, gestos, cobran múltiples significados que en su momento no tuvieron. Entonces los instantes en que las vidas de las personas se cruzan y descruzan sin mayor consecuencia adquieren un misterio incomprensible: un hola, un tropiezo, un disculpe, un mucho gusto, y luego cada uno sigue cargando su propia historia y destino.

Hace algunos días me llegó una cadena que leí porque creía que sería graciosa, narraba el caso de un oficinista que murió en su escritorio; pasaron días antes de que alguien se acercara a ver qué le pasaba. La cotidianidad y la individualidad egoísta absorben hasta desaparecer al otro. Desde su llegada a la redacción, Alfredo prácticamente vivía ahí, pero cuando se declaró oficialmente su desaparición, pocos en la empresa pudieron decir que lo conocían realmente. Sí, ahí se sentaba, sí, a veces comía con algunos, de los primeros en llegar y de los últimso en irse, amable, tímido, callado, sonriente; sólo impresiones.

Mi última conversación con Alfredo fue simple y trivial, tanto que apenas la recuerdo; el trabajo, sus recuerdos de Sinaloa, el trabajo, el trabajo; si hubiera sabido que sería la última, tal vez tendría que haber sacado la grabadora y preguntar algo sensato y profundo, pero tampoco hubiera sido posible; uno no llega a conocer al otro de la noche a la mañana. A tres años de su desaparición, Alfredo puede ser una llaga que no termina de sangrar para unos; un símbolo de la lucha por la libertad de prensa para otros; una simple imagen de un joven con libreta en mano que ha dado la vuelta al mundo o un nombre más que integra la lista de periodistas desaparecidos en México. Al evocarlo, yo no me quedo con la última conversación que apenas recuerdo ni con su fotografía en carteles y pancartas, prefiero quedarme con el rutinario buenos días, la trivial respuesta al cómo estás, la amplia sonrisa y el sincero que te vaya bien que podían faltar en mis otros compañeros, pero que invariablemente eran parte de mi día cuando pasaba frente al lugar de Alfredo, un instante que sólo llegó a ocupar lugar en mi memoria cuando la rutina cambió al ser humano que me regalaba una sonrisa por un lugar vacío. Creo que al final, lo que nos dejan las personas no son todas esas imágenes que se tejen alrededor de ellas cuando se van sino los instantes cotidianos; ese tiempo, tan largo como una vida compartida o tan corto como un alegre hola, que cruza el nuestro, para ocupar un lugar que vive en la memoria.


sábado, 1 de marzo de 2008

Blowin' Dylan


El miércoles pasado fui al concierto de Bob Dylan en el Auditorio Nacional. Llegué cuando había empezado su primera canción y antes de verlo ya alcanzaba a escuchar su inconfundible voz rasposa. Sobrio en el negro telón sin más, en los ojos apenas visibles bajo la tejana, en el gris rata de su saco, en las tenues luces sin juegos escandalosos, en las pocas palabras dirigidas al público, en la hora y 15 minutos que cantó con las manos pegadas al teclado y los labios a la armónica.

La música era hipnotizante y la gente, por tanto, estaba hipnotizada. Como era México y el idioma nativo no es el inglés, fueron más los que balbucearon o simplemente se limitaron a seguir el ritmo de las canciones con pies y cabezas, que los tres o cuatro locos que exhibían a gritos su buen aprovechamiento de clases de idiomas.

Al lugar le caben 10 mil cuerpos (y supongo que más almas), la mitad llegó durante la primera media hora y finalmente quedó aproximadamente un cuarto de auditorio vacío. Todos corearon “Like a rolling stone” (únicamente el estribillo, claro), pero pocos se dieron cuenta que Dylan estaba ya cantando LA canción. Interpretada a ritmo de una especie de jazz experimental, “Blowin’ in the wind” era tan diferente a la versión que lo hizo flotar como leyenda musical que parecía más una metáfora del cambio del mundo; la canción no podía ser la misma simplemente porque, como dijo Neruda, nosotros los de entonces, ya no somos los mismos, porque la canción ya no puede predicar respuestas en el viento a quienes no escuchan un himno sino una reliquia musical.

No estuve ahí para contarlo, pero estoy segura que así no pudieron ser 40 años antes sus conciertos. Me pregunto qué sentirá Bob Dylan al descubrir que ya hace muchos años le cambiaron los parques repletos de rebeldes idealistas por una lúgubre sala donde se abre espacio entre Intocable o algún show de Disney, donde el humo sólo puede venir del propio escenario porque no se permite fumar ni tabaco; qué sentirá al no observar al público demostrando amor hacia la humanidad, sino apenas mover los pies sentados sin compartir con el desconocido de al lado ni una vaga sonrisa; al notar que sus letras ya no producen rebelión y manifestaciones, sino vendedores en masa vendiendo su imagen en posters, camisetas, tasas y discos piratas. En fin, lo que pasa con todos los rock star, que por eso lo son después de todo.

A los que nacimos después de Woodstock, del amor y paz, la marihuana y las excursiones a lugares exóticos, sólo nos queda comprar por tiquet master un pedazo de la época que nunca viviremos, para ver cómodamente sentados a una leyenda que no se cansa de permanecer en pie y, durante una hora, sentirnos un poco menos burgueses y un poco más cualquier otra cosa que sea capaz de flotar en el viento y todavía alcanzar respuestas.



domingo, 17 de febrero de 2008

Para una tarde de domingo


Instrucciones para un café snob


1.Ser un empresario con pretensiones (o frustraciones) de artista o viceversa.
2.Situar el café en una plaza, centro cultural o pintoresco pueblo (de preferencia patrimonio histórico, es más in).
3.Vender sólo café importado (de donde sea).
4.Si hay comida, ésta debe tener nombres franceses o italianos, o en su defecto de alguna región indígena exótica.
5.Las paredes deben contenter mínimo un cuadro famoso de algún famoso artista, impresionista, surrealista o abstracto (las fotos “antiguas” también funcionan si tienen desnudos “artísticos”).
6.La música apenas debe ser audible. Únicamente se admite jazz, tango, trova y similares.
7.Cuide el ambiente de su café: terrazas, jardiness, fuentes, sillones de la abuelita, todo mueble que sus amigos y familiares deshechen puede dar estilo “original”.
8.Un piano o una guitarra son buen complemento ambiental, aunque nadie los use o no sirvan.
9.No se olvide de colocar a la vista al menos dos repisas con libros (no importa el tema, nadie los leerá).
10.Por ninguna razón vaya usted a permitir que su cocinera o “señora de la limpieza” se adueñe de la programación y ponga a los tucanes o cualesquier radio de corte vox populi.
11.No discrimine por la apariencia a las personas que visiten su café, entre más “raros” más caché aportan a su establecimiento (sólo cuide que tengan dinero para pagar la cuenta).12.Cuídese de la compentencia, siempre habrá otro café esperando ser más snob que el suyo.
Sugerencia de entrada: Delicioso muffin importado de los cafés de Amsterdam.

jueves, 31 de enero de 2008

Centralismos

MÉXICO, D.F. VS. HERMOSILLO

Alberca $50.00 al semestre vs. $360.00 al mes
Clase de idiomas $ 2.00 al semestre vs. $700.00 al mes
Transporte urbano $ 2.50 vs. $ 5.00
Inscripción a posgrado $ 0 vs. $4,000.00



… que los impuestos de todo ciudadano de “provincia” permitan que los capitalinos paguen dichos irrisorios precios, no tiene m…




Minutos después de permitir que la secretaría de Hacienda me estafara de nuevo – ocho pesos para entrar a su exposición “Pago en especie” me pareció irrisorio hasta que recordé que hace menos del mes tuve que pagarle $700 pesos nada más por no declarar que no estaba ganando nada!-, reflexioné por milésima vez sobre el centralismo de este nuestro querido país.

Era sábado y estaba en el Zócalo de la Ciudad de México, el centro del centro; y en su centro, una popular exposición de fotografías en gran formato cuya fila para entrar era de mayor gran formato. Recorrer el centro histórico es recorrer los numero 1 del país: la primera cantina (“cerrada por remodelación”), la primera librería, el primer palacio de gobierno, la primera iglesia, la primera tlapalería (ya sé qué es) y seguramente hasta el primer puesto de tacos con salmonelosis incluida.

La Ciudad de México ha sido la ciudad elegida a lo largo de la historia del país: desde nuestros ancestrales indígenas hasta nuestros también ancestrales colonizadores, pasando por todos “nuestros” presidentes (a excepción del buen Benito Juárez que anduvo de errante un rato), las instituciones públicas y privadas, las universidades de “prestigio”, las empresas, museos, galerías y todo lo que suene a “nacional” ha tenido por sede el centro (a pesar del propio término que políticamente incluye a todos los estados).

Como me sobraba tiempo antes de llegar a una cantina tradicional “mexicana” (que por supuesto en nada se parecen a las del norte, que también son “mexicanas”), cuando salí de la exposición de artistas plásticos nacionales (que por supuesto eran sólo del centro), me dirigí al primer museo gratuito que se me atravesó. Resultó ser que era el Museo Nacional de las Culturas. Calle Moneda. Sin comerciantes ambulantes, por fin. Esculturas de Cuevas instead.

La primera sala me recordó los museos parisinos y romanos, pero todos juntos y como después de un desastre natural. La cultura hegemónica al inicio: Cabezas, bustos y cuerpos completos de griegos y romanos, después hebreos, egipcios, mesopotámicos y demás, hasta llegar al estrecho de Bering. En el segundo piso, entre pasillos mal iluminados y museografía pasada de moda, se refugian las culturas orientales y africanas, ya por no dejar. Culturas mexicanas: mexicas, olmecas, lo de siempre. Me sorprendió la cantidad de familias que acudían con sus hijos de primaria a tomar notas para las tareas. Las escenas me remitieron a mi infancia en la remota Aridoamérica. Mientras en el norte nos conformamos con las malas ilustraciones de los libros de texto gratuitos, en el centro pueden acudir cada domingo a reforzar y comprobar los temas vistos en clase al apreciar una copia fiel de una escultura griega o reconocer la piedra de rossetta y las tablillas de escritura cuneiforme.

La Real Academia de la Lengua informa: Nacional = perteneciente o relativo a una nación; Nación = Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno. Si algo es nacional, ergo, “pertenece” a todos los miembros de la nación. PERO, dudo mucho que cuando alguien de Tijuana enferme pueda acudir de inmediato al mejor hospital nacional de especialidades o si un artista de Tamaulipas quiera presentarse en Bellas Artes pueda hacerlo con la facilidad de quienes cada domingo tienen su función.

Eso sí, en todas las escuelas primarias de todas las ciudades, pueblos y puntos circunvecinos, cada lunes se escuchará entonar (o desentonar): “y retiemble en sus centros la tierra”… menos mal que el Himno Nacional reconoce varios centros, será el único?

martes, 29 de enero de 2008

Tinto o aromatico?






Mientras planeo mi proximo texto ocioso, aqui les dejo una croniquita producto de un taller de periodismo de la FNPI en Cartagena, incluidas unas fotitos adoc con aquello del estreno de El amor en los tiempos del Colera filmado alla... les debo la foto del "tintero".



-A 500, 200 y 100 pesos, el que quiera, aromático o tinto, llévese un vasito – voz clara, rostro moreno y arrugado, cuerpo delgado en arremangada camisa blanca y pantalón beige.

Esa voz clara resalta entre los murmullos y gritos de la Plaza de San Pedro en Cartagena de Indias, Colombia; una plaza de vendedores que atacan y turistas que desenfundan sus dólares, de rígidos policías y risas de niños que corren; una plaza con iglesia color arena tostada y música que impregna un aire con olor a queso y grasa de las amarillas arepas.

Me pregunta de dónde vengo, no cree que sea mexicana, me parezco a las mujeres de su tierra, dice. José Leónidas Suárez Cadavid es originario de Yolombó, Colombia. Nació agricultor de caña. La necesidad lo hizo tintero.

En Cartagena la vida es difícil-sólo ha vendido una vuelta de café hoy-, pero sus empedradas calles donde una pequeña carreta de madera que arrastra con sus 56 años, de ocho de la mañana a siete de la noche le dan para sobrevivir.

A menos de un dólar, de los del tamaño de un dedal a los de media mano, los vasos de cristalino plástico se llenan del café color miel derretida, olor tierra quemada y sabor... “sabor a café”, describe don José sin conflictos ni metáforas.

De pronto su mirada atraviesa la plaza y sus losetas rosadas, la plaza y sus mesas de café frente a la iglesia de piedra. “Los policías no nos dejan quedarnos en un solo lugar, uno debe moverse porque si no nos llevan”, lo reafirman las artesanas sentadas en los escalones de la parroquia, después el vendedor de dulces y luego el pintor ambulante, todos amigos de don José.

Los policías han sido siempre su temor, cuenta mientras caminamos hacia la tienda que le distribuye el café, chicles, cigarros, dulces. Anda de un lado a otro de la ciudad como ha andado de una ciudad a otra, de un país a otro.

“Cuando era joven fui polisón, me fui en un barco a Estados Unidos, no me atraparon... sí, sí sentí miedo, no comí en cuatro días”, dice con voz de nostalgia por aquellos 25 años de edad en las palabras. Lo recuerda con una sonrisa, allá se vivía mejor.

Cuatro años y medio en New Jersey – primero como “dish washer” y luego como agricultor- le hicieron querer vivir en aquel país para siempre.


Buen café, mal país.

“Si la migra no me hubiera encontrado, seguiría viviendo en Estados Unidos, en Colombia no hay futuro”, asegura mientras pasa llanta por llanta su carreta de madera de las cuidadas banquetas del centro histórico de Cartagena al barrio de Getsemaní, un lugar que por su pobreza y penumbra hace honor al bíblico del mismo nombre

La belleza del Cartagena para turistas ha quedado atrás. El Cartagena para vivir, el tras bambalinas, aparece al descorrer la cortina de polvo y máquinas de construcción. Los balcones de colores son ahora desgastados barrotes que parecieran a punto de caer de edificios aún más fantasmales que los rostros que de ellos salen; rostros oscuros como la noche misma, risas producto del polvo blanco que inhalan en plena calle. El escenario para una película de piratas está listo.

Don José vende el último cigarro a un joven despeinado, con olor a tres días sin baño y varios con alcohol. Continuamos el camino, sólo dos cuadras más. Allá (en Estados Unidos) podía comprarse un cambio de ropa con un día de trabajo; aquí (en su propio país) apenas gana para comer.

A un termo le caben 25 “tintos” de 100 pesos. La tienda le vende a 1, 100 el termo y él le gana 300 pesos a cada uno de los cinco termos que en promedio vende. Otros venden hasta 10 termos en el día, explica, pero él no se preocupa tanto.

“La esquina de Getsemaní” es un oasis de luz, amarillenta y opaca, pero más luminosa que las calles que lo rodean. Aunque la tienda vende desde dulces hasta artículos de cocina y limpieza, sin orden sobre anaqueles de madera vieja, el aroma que desprende no puede ser otro que el mismo que pasea don José. El café es molido por dos alegres jóvenes que atienden a 40 tinteros todo el día, todos los días.

El mal café sabe a “viejo, arrinconado”; el que don José vende, asegura él mismo, es buen café, no tan bueno, porque ése cuesta más, pero de los mejores. Es café Dolca. Instantáneo, revela tímido el tintero. La gente cree que es del tradicional, el tostado y colado, pero eso tomaría mucho tiempo. En realidad, el café de los tinteros es el mismo que cualquier persona podría hacer en su casa.

Su casa está cerca, al salir de la tienda, sin carreta, ni tinto, ni cigarros, nos despedimos. Nunca tuvo hijos, se separó de su esposa hace 16 años. Ahora vive solo en un pequeño cuarto de edificio del mismo barrio, a unas cuadras de la tienda.

Al día siguiente, como todos los días, debe trabajar de siete de la mañana a ocho de la noche, o hasta que la policía lo deje. “Este es un lugar malo, vaya con cuidado”, y desaparece en un empedrado callejón oscuro de destartalados balcones.

Al día siguiente, en efecto, está en la misma plaza. Su café pasa por los labios de un cartagenense como por los de un extranjero. Café y cigarrillos, lo que más vende. “El café se acompaña con cigarro, sabe mejor”, no, él ya no fuma, pero toma café desde los cuatro años. Sabe que dicen que hace daño, pero él no lo cree, una tía suya tomó café de los tres a los 80 años y nada le pasó.

La temperatura del café es como la temperatura de Cartagena: Caliente hasta sentir un sol por dentro. Ahí puede estar la clave de que en la costa colombiana se tome tanto café, deduce don José: “El tinto quita la sed, refresca”; no sabe por qué, pero así es.

Le gusta el café colombiano, pero sigue ahorrando para irse, tiene la esperanza del sueño americano. “Si pudiera irme me iría, aquí no hay futuro”, vuelve a repetir en su propia letanía. Los dos millones de pesos colombianos que debe reunir para el viaje y un pasaporte falso lo atan a la carreta de tinto.

Desde que sabe que vivo en la frontera, él hace las preguntas: “¿Cuánto cuesta el avión a Sonora? ¿La policía vigila mucho el desierto? ¿Es peligroso?”. No hay tiempo de responder, la otra policía, la de aquí, la que para él es peor que la de allá, viene en su dirección, debe cambiar de plaza, ya ha estado demasiado tiempo en un solo lugar.

sábado, 26 de enero de 2008

Herencias

Hace seis meses, un día de agosto que debió ser como el 6, mi mamá echó un flachazo de buenas a primeras mientras yo salía apurada a impartir mi primera clase formal contratada por una prestigiada institución educativa privada con campus en todas partes. Ella argumentó que era el primer día de maestra de su querida hija y que eso era importante. Tratando de entender su lógica, me pregunté por qué entonces no me había tomado una foto en mi primer día de trabajo en el periódico más conocido del estado, al fin había estudiado para periodista y no para maestra. Claro, no había explicación más obvia: mi mamá es maestra.
No sé en qué momento uno decide su profesión (yo creo seguir sin decidirla), pero si hacemos un recorrido flashback por nuestra historia solemos encontrarnos con indicios o pequenos símbolos de nuestra vocación.
Mis hermanos y yo crecimos viendo a mis papás planeando clases los domingos y discutiendo problemas de los alumnos en las comidas, pero también afirmando que no seríamos maestros. Mis papás decían que éramos libres de estudiar cualquier carrera, y lo hicimos: mi hermana está a punto de ser enfermera, mi hermano estudia medicina y yo me gradué de periodismo y letras. Sin embargo, los tres hemos llegado a dar clases de alguna u otra extrana forma.
Ayer entré por primera vez ( y por metiche) a una clase de bioquímica que mi hermano imparte en la facultad de medicina de la UNAM a estudiantes menores que él (por supuesto no entendí nada, y sí, él debe ser más nerd que yo). Necesité sólo seis meses en la docencia para entender la foto de mi mamá. Sé que es cursi, pero también se me antojó tomarle una foto a mi hermano.
Apenas unas semanas antes, en Hermosillo, esperando se desocupara para entregarle unas llaves, observé a mi papá dando clase. Cuando era nina debí haber visto muchas de sus clases, pero hasta ahora que vi a mi hermano y que me recuerdo a mí misma frente a un grupo, me doy cuenta de que la vocación pareciera ser una ineludible herencia genética (claro, no en el sentido estrictamente positivista del término, no soy científica y no tengo forma de comprobarlo). No sólo el hecho de dar clases en sí, sino el estilo, la forma de interactuar con los alumnos, de explicar o ejemplificar, independientemente de la materia, es el misma en los tres (tendría que observar a mi hermana explicando salud reproductiva a las senoras de su clínica para comprobar la tesis).
Antes de llegar a ser profesroa por determinación de un contrato que así me nombraba, ya lo había sido al jugar a la escuelita, dar asesorías a mis companeros de primaria, instalar mi propia escuela de inglés para mis amigas de secundaria, dar catesismo e impartir capacitación diversa (lo de haber tenido un novio profesor lo dejo optativo de incluirse en la lista).
Para algunos amigos que comparten el oficio, ser maestro es sólo un trabajo que te deja dinero y tiempo para escribir; para otros es una actividad productiva como cualquier otra. No sé si ser maestro será el mejor oficio del mundo como dice mi mamá (por las vacaciones, sin duda), pero lo cierto es que descubrir esa vocación en mí fue como cuando un nino descubre que además de gatear puede caminar, y que esta actividad le resulta tan cómoda y natural como la otra (claro, como los ninos, después de varios esfuerzos por no caer en el intento).
En términos religiosos, la vocación alude a un llamado divino para realizar cierta actividad. Independientemente de las creencias del lector, lo del llamado (divino o no, según cada quien) es la explicación, si no científicamente comprobable, sí más intuitivamente creíble. La vocación supera a la profesión u oficio del individuo, a sus metas y voluntad. La vocación no es el resultado de cursar una carrera universitaria, sino el de toda una vida de pequenos o grandes signos a la espera de ser interpretados y vividos.

viernes, 25 de enero de 2008

Ciudades flotantes II


Hoy cumplo una semana en México, D.F., la ciudad que será mi hogar al menos por dos anios. Como si la fotografía panorámica que tomé desde la Torre Latinoamericana la primera vez que vine hubiera sido tomada ahora por varios lentes, el D.F. se aleja y se acerca a mí con tan sólo un girar de la mirada. Para todos los que detectan mi acento “norteno”, aún soy extranjera en mi propio país; para mis nuevos companeros chilenos y colombianos, soy una guía turística.
Ante mi evidente resistencia a subir a un “pumita” (transporte gratuito utilizado al interior de la UNAM para transportar “pumas”, es decir, estudiantes de dicha universidad), un amigo de mi hermano pregunta y expresa su reacción ante la también evidente respuesta: “En Hermosillo no te subías a los camiones? Qué fresa”. La ciudad que era por fines de semana o vacaciones, una ciudad de conciertos, galerías, museos y bonitos restaurantes, ahora será además, y por dos anios, la ciudad del tráfico desesperante, el tufo de alcantarillas, el miedo a calles solas, aglomeraciones en metro y la lucha por un lugar en el “pesero”.
En la casi siempre larga fila de espera de otro “pumita”: temo preguntar si estoy en la fila adecuada para subir a la ruta 3, zona cultural. La joven de adelante me mira de reojo como yo al senor que sigue de mí. Minutos después llega un camión y ambos voltean desconcertados a preguntarme si estaban en la fila correcta; me habían ganado por un segundo a preguntarles lo mismo. Nota recordatoria: cuando me sienta perdida en la inmensidad del universo chilango, pensar que todos somos extranjeros de alguna parte.

jueves, 24 de enero de 2008

Ciudades flotantes




Lo último que acabo de leer de Sergio Pitol (gracias a mi amigo Josué por presentármelo formalmente) me hizo recordar mi personal experiencia con Barcelona. “La verdad es que no cambiaría Barcelona por ninguna ciudad del mundo”, escribe Pitol en su diario; si mal no recuerdo (snif por mi diario de viaje, no sé dónde lo dejé) en el avión Barcelona-Roma, hace 12 meses y algunos días, finalicé la descripción de mi magical mistery tour por Espana, afirmando rotundamente: “quiero vivir en Barcelona” (a lo que después de la románica experience agragaría “con un italiano”, ja).
Menos meses atrás, en Cartagena de Indias, mi profesor espanol de un taller de periodismo para latinoamericanos, se sorprendió ante mi confesión sobre aquella ciudad de la madre patria, para él, a pesar de ser espanol, era simplemente inconcebible que después de conocer las principales capitales de Europa, me decidiera por Barcelona.
La coincidencia no es sorprendente para mí. Si Pitol fue capaz de ser rotundo respecto a Barcelona después de haber vivido la pobreza más extrema de su vida en aquellas calles, no veo por qué no podría afirmarlo yo después del agradable clima primaveral en pleno cruento invierno europeo (el precio que uno paga por no pagar más), la deliciosa paella (con vinito por supuesto), la fiesta de todos los días (y todo el día) en las Ramblas y hasta la inevitable visita a Zara.
Supongo además que tantos días de aeropuertos, lenguas diversas menos la tuya, comidas extranas al paladar y un frío peor que el de las novelas de Charles Dickens y Victor Hugo juntas, terminaron por aumentar el contraste y dotar a Barcelona de cualidades de paraíso dantesco.
El arte de la fuga de Pitol, con sus páginas plagadas de imágenes y escenas de las ciudades más clásicas en el ritual de international tourist hasta las más extravagantes al antojo intelectual, me ha hecho pensar precisamente en eso, las ciudades, las ciudades y la idea que son antes y después de gozarlas, sufrirlas, vivirlas.
Antes de estar en ellas, las ciudades pueden ser un simple punto más en ese mapamundi que debimos memorizar en la escuela primaria o una idílica imagen pegada en algún rincón de nuestro cuarto o nuestros suenos.
Una vez puestos los pies en la prometida tierra, la realidad puede ser cruel o generosa, pero siempre sorprendente. Gracias a la experiencia in situ, las imágenes de algunas ciudades han adquirido ángulos diversos: Londres sí es la ciudad de neblina y misterio de Holmes, con la elegancia majestuosa de todos sus reyes y la frialdad de todos sus súbditos; París puede dejar de ser la “Ciudad luz” si se te ocurre perderte en la salida de un metro de un barrio negro con un nivel 2 de lengua local y la anorada visita a la Torre Eiffel puede ser un suplicio si no vas bien abrigada una fría noche de invierno; Roma es Roma y Ámsterdam no exhibe parejas gay al por mayor en cada esquina, sólo en ciertas (los coffee shops… son los coffee shops).
Hay ciudades que rompen su encanto de postal turística a la menor provocación, hay ciudades que no se terminan de conocer ni viviendo en ellas cien anios, pero hay ciudades que inevitablemente siguen siendo idílicas.

miércoles, 23 de enero de 2008

Hello world!

Hola. Este es mi nuevo blog y con el cumplo una parte de mi lista de propositos nuevos: escribir mucho mucho... Disculpen a mi computadora gringa que sigue sin querer aprender la gramatica espanola. Esperen algo pronto...