martes, 1 de abril de 2008

Tres años

La última vez que vi a Alfredo Jiménez Mota iba sentado a mi lado en el auto de un amigo. Habíamos asistido a un taller de capacitación en el Tec y los acaso 20 minutos que tardamos en llegar al periódico, fue el mayor tiempo que conversé con él. Tres días después desapareció y mañana se cumplen tres años sin noticias del caso.

Hoy me llegó un correo de un colega de Hermosillo conmemorando la desaparición de Alfredo; no pude dejar de recordar la última vez que lo vi y de lamentar, como entonces, no haber conversado más con él. Lo mismo me había pasado años antes cuando murió un sabio profesor de la escuela de Letras a quien siempre veía sentado solo al mediodía en una banca; al pasar por ahí me prometía llegar al día siguiente a platicar, nunca me di tiempo; un día los paramédicos fueron por él a esa banca y no volvió. La misma promesa incumplida hice a un viejo escritor que cada vez que veía me hacía la misma invitación entusiasta a su taller literario; la última vez que prometí asistir fue el día anterior a su muerte. Ninguna de estas tres personas tenían un lugar especial o particular en mi vida, pero fueron parte cotidiana de ella.


¿Qué tanto llegamos a conocer a la gente que nos rodea? ¿Cómo sería nuestra relación con los demás si supiéramos que al día siguiente podrían ya no ser parte de nuestra cotidianidad? En las películas, los protagonistas reservan sus mejores frases para el final y la solemnidad del momento es tal que el público hasta suele memorizarlas; en la vida real, uno sólo atribuye significado a ciertos momentos desde lo que pobremente nuestra memoria puede recordar una vez que el hecho está consumado. Entonces las últimas palabras, sonrisas, gestos, cobran múltiples significados que en su momento no tuvieron. Entonces los instantes en que las vidas de las personas se cruzan y descruzan sin mayor consecuencia adquieren un misterio incomprensible: un hola, un tropiezo, un disculpe, un mucho gusto, y luego cada uno sigue cargando su propia historia y destino.

Hace algunos días me llegó una cadena que leí porque creía que sería graciosa, narraba el caso de un oficinista que murió en su escritorio; pasaron días antes de que alguien se acercara a ver qué le pasaba. La cotidianidad y la individualidad egoísta absorben hasta desaparecer al otro. Desde su llegada a la redacción, Alfredo prácticamente vivía ahí, pero cuando se declaró oficialmente su desaparición, pocos en la empresa pudieron decir que lo conocían realmente. Sí, ahí se sentaba, sí, a veces comía con algunos, de los primeros en llegar y de los últimso en irse, amable, tímido, callado, sonriente; sólo impresiones.

Mi última conversación con Alfredo fue simple y trivial, tanto que apenas la recuerdo; el trabajo, sus recuerdos de Sinaloa, el trabajo, el trabajo; si hubiera sabido que sería la última, tal vez tendría que haber sacado la grabadora y preguntar algo sensato y profundo, pero tampoco hubiera sido posible; uno no llega a conocer al otro de la noche a la mañana. A tres años de su desaparición, Alfredo puede ser una llaga que no termina de sangrar para unos; un símbolo de la lucha por la libertad de prensa para otros; una simple imagen de un joven con libreta en mano que ha dado la vuelta al mundo o un nombre más que integra la lista de periodistas desaparecidos en México. Al evocarlo, yo no me quedo con la última conversación que apenas recuerdo ni con su fotografía en carteles y pancartas, prefiero quedarme con el rutinario buenos días, la trivial respuesta al cómo estás, la amplia sonrisa y el sincero que te vaya bien que podían faltar en mis otros compañeros, pero que invariablemente eran parte de mi día cuando pasaba frente al lugar de Alfredo, un instante que sólo llegó a ocupar lugar en mi memoria cuando la rutina cambió al ser humano que me regalaba una sonrisa por un lugar vacío. Creo que al final, lo que nos dejan las personas no son todas esas imágenes que se tejen alrededor de ellas cuando se van sino los instantes cotidianos; ese tiempo, tan largo como una vida compartida o tan corto como un alegre hola, que cruza el nuestro, para ocupar un lugar que vive en la memoria.


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