sábado, 16 de mayo de 2009

Gripe porcina en el exilio

Cuando atravesé la frontera de Bolivia con Argentina hace unos meses, me sorprendió que mi pasaporte hubiera sido visado por 90 días de estancia en menos de 20 minutos, sin que un oficial de aduana me haya siquiera visto. Después de más de 20 horas de viaje agradecía la tradición de buenas relaciones diplomáticas de México con el mundo.

Sorpresa comprensible para quien la experiencia de frontera terrestre ha sido con “la frontera” (la gringa claro). Incomprensible quizá para los bolivianos y peruanos que seguirían esperando por seis horas promedio –incluyendo sol de mediodía y radiografías para comprobar que no eran traficantes de cualquier cosa- en la fila de la que a mí y a un grupo de canadienses y europeos nos habían sacado de inmediato.

La misma escena –pero con oficiales observándome por un minuto al menos- se había repetido cuando llegué por primera vez al aeropuerto de Ezeiza y cuando regresé de Chile por la cordillera andina. Sólo observar el pasaporte mexicano, bastaba para que sonrieran y me hablaran de su admiración por mi país.

Hace una semana el anuncio de la epidemia de gripe porcina en México hizo que los noticieros argentinos cambiaran sus notas de trifulcas y asesinatos locales, el grave riesgo de contagio nacional por dengue y los viajes de Cristina K –los partidos de futbol nunca- por los alarmantes reportes del peligro de pandemia.

Antes la respuesta a la pregunta de siempre cuando tienes cara de extranjero –“¿de dónde sos?”- provocaba primero sorpresa –siempre suponen que soy colombiana o venezolana, ¿me harán falta las trenzas y el reboso? ¿qué es ser mexicano para ellos?- y luego una serie de lugares comunes: el Chavo del Ocho, Pedro Infante, Thalía, los tacos, el mariachi, el tequila, el “ají”, las fajitas, etc.

Ahora, a la misma respuesta en puestos de artesanías, locales de revistas, en la panadería de siempre, sigue un incómodo silencio –lo cual me hace pensar que quizá sería mejor que sigan pensando en mi aparente colombianidad.

Los noticieros repitiendo el binomio “México-gripe porcina” se empezaron a reproducir a ritmo vertiginoso en los restaurantes, los taxis, la escuela, las conversaciones de café, hasta que llegó la gota del vaso casi lleno: cerrar aeropuertos a México (o más específicamente, a las aerolíneas mexicanas).

Hasta entonces toleraba los escándalos mediáticos -visiblemente más alarmantes si se comparaban con las versiones mexicanas-, pero la psicosis llegó demasiado lejos cuando impidieron que mi madre viniera a visitarme –¿alguien habría pensado hace dos meses que se iba a desatar una epidemia en México, que correría riesgo de pandemia, que Argentina sería el primero en darnos la espalda?- Empecé a sentirme radioescucha del legendario programa de Orson Welles.

Después de las historias en televisión nacional donde la culpa de origen tenía que ver siempre con México (desde los regresos vacaciones de Cancún hasta el miedo de un chofer por transportar turistas mexicanos), la medida parecía tranquilizar a los porteños; aunque no al taxista que trasladó a mi prima –mexicana- desde el aeropuerto a mi depa: ¿cómo pudo llegar?, le preguntó ingenuamente sorprendido, como si el anuncio de cancelar vuelos provenientes de México, impidiera que los mexicanos llegaran vía Estados Unidos, Perú o Chile.

Si logra regresar a México en unos días, mi prima no se llevará los recuerdos de un país que expresa -¿expresaba?- su alegría por recibirnos y que yo me llevaré con cariño –si también logro salir-. Sí le quedarán los miedos al mostrar el pasaporte, la imagen de los tapabocas en museos y demás lugares turísticos ante turistas “como ella”, las preguntas incómodas sin respuesta porque no hay respuesta –¡ni imaginar que ahora alguien desee compartirnos generosamente unos mates!-.

Ante aproximadamente 20 mil casos de personas afectadas por epidemia de dengue amazónico que ha llegado hasta la capital –las cifras son inciertas-, la frontera con Bolivia no se ha cerrado; ante una amenaza que no ha confirmado muertes acá, hace una semana Argentina se convirtió en el primer país en cerrarnos el paso (luego el “espíritu latinoamericanista” seguiría presente con Cuba y Perú).

Sea porque el gobierno argentino cuida de su pueblo como se ha manejado aquí, sea por medidas drásticas sin pruebas científicas como lo declaró la OMS o por discriminación como se ha dicho en México, la situación de tintes apocalípticos hace mella alrededor.

Los hechos traen a la memoria otros hechos, la grieta histórica se abre de nuevo: el exilio durante la dictadura, los convenios comerciales, la política de reciprocidad, la amistad diplomática en peligro. Y a mí cada noticia me trae la imagen de mi madre que hace y deshace su maleta, mientras después de una semana de vuelos en “stand by” hasta nuevo aviso por la tarde, sólo el embajador argentino en nuestro país se atreve a enfrentar a los ofendidos mexicanos con un disculpe las molestias que esto le ocasiona.

jueves, 2 de abril de 2009

La muerte trajo al frío o el frío trajo a la muerte, quién sabe, pero cuando mi compañera de departamento sintió miedo por el aire que movía las puertas seguramente no imaginó que al día siguiente los noticieros porteños amanecerían con una imagen inmóvil que quizá explicara, lejana y místicamente, su intento de premonición: el imponente Congreso de la Nación cercado de flores de muerto, una larga fila de personas de variada edad con iguales narices rojas y un tráfico detenido al borde del parque en el que desemboca la gran Avenida de Mayo.

Un ex-presidente muerto: Raúl Alfonsín. Luto nacional de tres días. A las nueve de la mañana no significaba mucho ni para mí ni mis amigas mexicanas. En México se hacen aglomeraciones más grandes cada domingo en un zócalo incomparable en dimensiones con las plazas bonaerenses. En México el luto puede ser por Cantinflas o Pedro Infante, pero no por expresidentes. En México no hubo una dictadura con 30 mil desaparecidos y por tanto no hubo inmediatamente después un primer presidente elegido democráticamente y ahora llorado por 85 mil personas al pie del ataúd.

Al salir a la calle, el viento helado me sorprendió después de días de 35 grados. No era un día como todos. Hacia las 10, empezé a entender por qué Tomás Eloy Martínez –el escritor argentino culpable de que yo esté aquí- insiste en que la historia argentina siempre vuelve sobre sí misma –quizá como Hegel pero con más pesar-. Hace una semana la ciudad ya había refrendado el dolor de la memoria que no muere al conmemorar la dictadura militar y justo a un día de recordar la derrota contra los ingleses en la guerra de las Malvinas, muere un presidente elegido democráticamente.

A las 11 estaba más allá del fastidio de verme obligada en todo café –y en Buenos Aires brotan tan de sorpresa como “los sin techo”- a dar seguimiento a la sosa cobertura informativa que no mostraba ni otro congreso ni otra larga fila ni otras flores. La oficina central de DHL Argentina me había amablemente informado que debido a una restricción de aduana el paquete que esperaba no podía ser reclamado sin un pago de 60 dólares y un cambio en el nombre del destinatario, y el cambio no podía hacerlo hoy porque ya estaban a punto de cerrar, ni mañana por el asueto a causa de las Malvinas, ni el viernes porque seguía el luto nacional, “porque sabe, se nos murió un expresidente y bueno…”

Ahora sí empezaba a sentir –de manera frívola y egoísta, sí- el peso de la historia de un país ajeno. Las ideas de Martínez fueron totalmente comprobadas hacia el mediodía, cuando un oficinista chilango tuvo como única respuesta a mis quejas estilo norteño (casi a gritos argentinos), la más irrazonable y a la vez ahora irrebatible respuesta: “De Argentina no nos hacemos responsables, en ese país cambian las leyes todos los días”.



Un oficinista sentado solo al lado de mi mesa también sola quiere que comprenda mejor la importancia del día: “No se ha visto algo igual desde que murió Perón en el 74”, mientras ambos observamos el televisor del restaurant que sigue en la misma imagen: congreso, gente, flores; el congreso que con sus altas columnas tan romanas y blancas se ha convertido en una especie de faraónica tumba.
A las 2:30 ya no hay nada que hacer por la retención de mi paquete, la aduana ha cerrado oficinas en Ezeiza y en las oficinas de DHL me miran sin misericordia, no hay más que hacer, es natural que todo cierre hasta el lunes, y me repiten: que hoy se murió un expresidente, que mañana hay que recordar a las Malvinas perdidas y el viernes seguir recordando también al expresidente –“son tres días de luto nacional y bueno…”-, y el fin de semana ni pensarlo.

Termino por aceptar el curso del día y de la historia que se asoma al presente y distorciona lo cotidiano. Sin esa retención sinsentido de mi envío en aduana, sin haber salido a la calle ese día de frío y muerte, no hubiera entendido mejor –quizá- a Tomás, me consuelo. Camino derecho sobre Avenida de Mayo las menos de diez cuadras que me separan del lugar del duelo. En menos de cinco minutos tengo frente a mí al mismo congreso que observé todo el día en la tele.

Alcanzo a llegar hasta Callao y Rivadavia, “si quiere hacer cola para verlo llegará como a medianoche”, me advierte una señora; encuentra cómodo el lugar que yo he elegido tras la reja que divide a los que hacen fila y los que miran a los que hacen fila.

Para poder observar las flores, la fila de gente y los fotógrafos pululando orgullosos de su carnet, levantamos una de las mantas –“sos nuestra bandera, juventud radicalista”-. Raúl Alfonsín fue el mejor presidente que ha tenido la Argentina, cuenta la mujer; luego también cuenta que es profesora universitaria jubilada, socióloga, que no estuvo para votar por él porque aún estaba exiliada en Centroamérica, que justo un año antes ella y su esposo habían sido torturados y desaparecidos.

A nuestro pequeño mirador se acerca una mujer visiblemente más vieja. “Tengo 79 años y ya he visto mucha mierda”, declara con desparpajo. Con ver las flores y la gente se conforma, murmulla a mi oído, ¿con ver a la presidenta también?, pregunto para provocar, “no, ésa está en Inglaterra, siempre está viajando, tal vez venga Néstor, pero mejor que ni se acerque, lo van a silvar; o mejor sí, para que se dé cuenta de la realidad”.

Cuando vi salir a la gente con la cara inchada, los ojos acuosos, olvidé un poco mi egoista preocupación por el envío retenido en aduana. Se escuchan las juventudes radicalistas, las juventudes y viejetudes; se escuchan al cantar el himno nacional, cantar el nombre, cantar un sólo nombre. “Yo era peronista entonces, pero él era buena persona, se hizo querer”, me dice Juan Ramón.

Todo inició en el 83, me dice mi nuevo compañero de mirador. Al saber que soy mexicana trata de encontrar el equivalente: “Con ustedes estaría Alfonso Mateos”, no lo corrijo, bastante que sepa a medias el nombre de un presidente que nunca fue el suyo. Vuelve a conjeturar: “Usted tendría unos cinco años”, entonces sí lo corrijo: “En ese año nací”. No hay duda, la historia se devuelve y a todos nos toca parte del pasado, aunque no haya sido el nuestro.


La multitud silenciosa me sorprende. En México ya estarían vendiendo tacos, agua, fotos del difuntito. Aquí hay que salir del perímetro luctuoso para vislumbrar de nuevo la vida, la vida de acá: los mismos mendigos en sus casas de colchones malolientes acampando en los recovecos de plazas y dinteles de edificios destartalados, los mismos turistas con sus cámaras digitales disparando sin ton ni son sobre los edificios no destatalados, los mismos argentinos con sus mismos piropos argentinos.

Hace una semana la marcha –con mucha de la misma gente quizá- iniciaba en congreso para terminar en la Casa Rosada; ahora la Avenida de Mayo sólo giró la dirección de la corriente y la Avenida 9 de Julio sigue siendo el eje de una memoria que se manifiesta, el eje de todas las edades, credos, clases sociales y partidos políticos, las lágrimas tienen la misma sal.

Al frío del día de la muerte se le suma la melancólica lluvia del día del entierro. Los periodistas de la vieja guardia empiezan a compararlo con el día también lluvioso del entierro de Juan Domingo Perón, “salvando las distancias”, se defienden sin abundar sobre la especificidad de las distancias.

Amanece con lluvia y la televisión sigue con su congreso, las flores y ahora el féretro: un cuerpo como muñeco de cera, frente y manos besadas como niño-dios en pesebre; “¡argentinos locos!”, exclama la compañera de depa chilena al observar las imágenes del cuerpo sin vidrio que separe al muerto de los vivos. El inconfundible Canon en Re de Debussy aumenta la atmósfera romántica de los improvisados documentales televisivos.

En cómodo zapping desde el televisor de mi departamento para extranjeros -la ciudad hoy es para los nacionales-, observo el traslado del cuerpo de Alfonsín hacia la Recoleta. En el Pere Lachaise porteño estará sólo “momentáneamente”, insiste en recordar el reportero de TV República. “Momentáneamente” descanzará en paz, mientras se le busca otro lugar, mientras se le construye un monumento y quizá una avenida, un parque, una estanción de “subte”. Entonces recuerdo de nuevo las ideas de Martínez: este país tiene una atracción especial por los cuerpos, y más por los cuerpos muertos. Lo decía por Evita, por Perón, pero también, ahora entiendo, por toda la Argentina.