jueves, 24 de enero de 2008

Ciudades flotantes




Lo último que acabo de leer de Sergio Pitol (gracias a mi amigo Josué por presentármelo formalmente) me hizo recordar mi personal experiencia con Barcelona. “La verdad es que no cambiaría Barcelona por ninguna ciudad del mundo”, escribe Pitol en su diario; si mal no recuerdo (snif por mi diario de viaje, no sé dónde lo dejé) en el avión Barcelona-Roma, hace 12 meses y algunos días, finalicé la descripción de mi magical mistery tour por Espana, afirmando rotundamente: “quiero vivir en Barcelona” (a lo que después de la románica experience agragaría “con un italiano”, ja).
Menos meses atrás, en Cartagena de Indias, mi profesor espanol de un taller de periodismo para latinoamericanos, se sorprendió ante mi confesión sobre aquella ciudad de la madre patria, para él, a pesar de ser espanol, era simplemente inconcebible que después de conocer las principales capitales de Europa, me decidiera por Barcelona.
La coincidencia no es sorprendente para mí. Si Pitol fue capaz de ser rotundo respecto a Barcelona después de haber vivido la pobreza más extrema de su vida en aquellas calles, no veo por qué no podría afirmarlo yo después del agradable clima primaveral en pleno cruento invierno europeo (el precio que uno paga por no pagar más), la deliciosa paella (con vinito por supuesto), la fiesta de todos los días (y todo el día) en las Ramblas y hasta la inevitable visita a Zara.
Supongo además que tantos días de aeropuertos, lenguas diversas menos la tuya, comidas extranas al paladar y un frío peor que el de las novelas de Charles Dickens y Victor Hugo juntas, terminaron por aumentar el contraste y dotar a Barcelona de cualidades de paraíso dantesco.
El arte de la fuga de Pitol, con sus páginas plagadas de imágenes y escenas de las ciudades más clásicas en el ritual de international tourist hasta las más extravagantes al antojo intelectual, me ha hecho pensar precisamente en eso, las ciudades, las ciudades y la idea que son antes y después de gozarlas, sufrirlas, vivirlas.
Antes de estar en ellas, las ciudades pueden ser un simple punto más en ese mapamundi que debimos memorizar en la escuela primaria o una idílica imagen pegada en algún rincón de nuestro cuarto o nuestros suenos.
Una vez puestos los pies en la prometida tierra, la realidad puede ser cruel o generosa, pero siempre sorprendente. Gracias a la experiencia in situ, las imágenes de algunas ciudades han adquirido ángulos diversos: Londres sí es la ciudad de neblina y misterio de Holmes, con la elegancia majestuosa de todos sus reyes y la frialdad de todos sus súbditos; París puede dejar de ser la “Ciudad luz” si se te ocurre perderte en la salida de un metro de un barrio negro con un nivel 2 de lengua local y la anorada visita a la Torre Eiffel puede ser un suplicio si no vas bien abrigada una fría noche de invierno; Roma es Roma y Ámsterdam no exhibe parejas gay al por mayor en cada esquina, sólo en ciertas (los coffee shops… son los coffee shops).
Hay ciudades que rompen su encanto de postal turística a la menor provocación, hay ciudades que no se terminan de conocer ni viviendo en ellas cien anios, pero hay ciudades que inevitablemente siguen siendo idílicas.

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