martes, 29 de enero de 2008

Tinto o aromatico?






Mientras planeo mi proximo texto ocioso, aqui les dejo una croniquita producto de un taller de periodismo de la FNPI en Cartagena, incluidas unas fotitos adoc con aquello del estreno de El amor en los tiempos del Colera filmado alla... les debo la foto del "tintero".



-A 500, 200 y 100 pesos, el que quiera, aromático o tinto, llévese un vasito – voz clara, rostro moreno y arrugado, cuerpo delgado en arremangada camisa blanca y pantalón beige.

Esa voz clara resalta entre los murmullos y gritos de la Plaza de San Pedro en Cartagena de Indias, Colombia; una plaza de vendedores que atacan y turistas que desenfundan sus dólares, de rígidos policías y risas de niños que corren; una plaza con iglesia color arena tostada y música que impregna un aire con olor a queso y grasa de las amarillas arepas.

Me pregunta de dónde vengo, no cree que sea mexicana, me parezco a las mujeres de su tierra, dice. José Leónidas Suárez Cadavid es originario de Yolombó, Colombia. Nació agricultor de caña. La necesidad lo hizo tintero.

En Cartagena la vida es difícil-sólo ha vendido una vuelta de café hoy-, pero sus empedradas calles donde una pequeña carreta de madera que arrastra con sus 56 años, de ocho de la mañana a siete de la noche le dan para sobrevivir.

A menos de un dólar, de los del tamaño de un dedal a los de media mano, los vasos de cristalino plástico se llenan del café color miel derretida, olor tierra quemada y sabor... “sabor a café”, describe don José sin conflictos ni metáforas.

De pronto su mirada atraviesa la plaza y sus losetas rosadas, la plaza y sus mesas de café frente a la iglesia de piedra. “Los policías no nos dejan quedarnos en un solo lugar, uno debe moverse porque si no nos llevan”, lo reafirman las artesanas sentadas en los escalones de la parroquia, después el vendedor de dulces y luego el pintor ambulante, todos amigos de don José.

Los policías han sido siempre su temor, cuenta mientras caminamos hacia la tienda que le distribuye el café, chicles, cigarros, dulces. Anda de un lado a otro de la ciudad como ha andado de una ciudad a otra, de un país a otro.

“Cuando era joven fui polisón, me fui en un barco a Estados Unidos, no me atraparon... sí, sí sentí miedo, no comí en cuatro días”, dice con voz de nostalgia por aquellos 25 años de edad en las palabras. Lo recuerda con una sonrisa, allá se vivía mejor.

Cuatro años y medio en New Jersey – primero como “dish washer” y luego como agricultor- le hicieron querer vivir en aquel país para siempre.


Buen café, mal país.

“Si la migra no me hubiera encontrado, seguiría viviendo en Estados Unidos, en Colombia no hay futuro”, asegura mientras pasa llanta por llanta su carreta de madera de las cuidadas banquetas del centro histórico de Cartagena al barrio de Getsemaní, un lugar que por su pobreza y penumbra hace honor al bíblico del mismo nombre

La belleza del Cartagena para turistas ha quedado atrás. El Cartagena para vivir, el tras bambalinas, aparece al descorrer la cortina de polvo y máquinas de construcción. Los balcones de colores son ahora desgastados barrotes que parecieran a punto de caer de edificios aún más fantasmales que los rostros que de ellos salen; rostros oscuros como la noche misma, risas producto del polvo blanco que inhalan en plena calle. El escenario para una película de piratas está listo.

Don José vende el último cigarro a un joven despeinado, con olor a tres días sin baño y varios con alcohol. Continuamos el camino, sólo dos cuadras más. Allá (en Estados Unidos) podía comprarse un cambio de ropa con un día de trabajo; aquí (en su propio país) apenas gana para comer.

A un termo le caben 25 “tintos” de 100 pesos. La tienda le vende a 1, 100 el termo y él le gana 300 pesos a cada uno de los cinco termos que en promedio vende. Otros venden hasta 10 termos en el día, explica, pero él no se preocupa tanto.

“La esquina de Getsemaní” es un oasis de luz, amarillenta y opaca, pero más luminosa que las calles que lo rodean. Aunque la tienda vende desde dulces hasta artículos de cocina y limpieza, sin orden sobre anaqueles de madera vieja, el aroma que desprende no puede ser otro que el mismo que pasea don José. El café es molido por dos alegres jóvenes que atienden a 40 tinteros todo el día, todos los días.

El mal café sabe a “viejo, arrinconado”; el que don José vende, asegura él mismo, es buen café, no tan bueno, porque ése cuesta más, pero de los mejores. Es café Dolca. Instantáneo, revela tímido el tintero. La gente cree que es del tradicional, el tostado y colado, pero eso tomaría mucho tiempo. En realidad, el café de los tinteros es el mismo que cualquier persona podría hacer en su casa.

Su casa está cerca, al salir de la tienda, sin carreta, ni tinto, ni cigarros, nos despedimos. Nunca tuvo hijos, se separó de su esposa hace 16 años. Ahora vive solo en un pequeño cuarto de edificio del mismo barrio, a unas cuadras de la tienda.

Al día siguiente, como todos los días, debe trabajar de siete de la mañana a ocho de la noche, o hasta que la policía lo deje. “Este es un lugar malo, vaya con cuidado”, y desaparece en un empedrado callejón oscuro de destartalados balcones.

Al día siguiente, en efecto, está en la misma plaza. Su café pasa por los labios de un cartagenense como por los de un extranjero. Café y cigarrillos, lo que más vende. “El café se acompaña con cigarro, sabe mejor”, no, él ya no fuma, pero toma café desde los cuatro años. Sabe que dicen que hace daño, pero él no lo cree, una tía suya tomó café de los tres a los 80 años y nada le pasó.

La temperatura del café es como la temperatura de Cartagena: Caliente hasta sentir un sol por dentro. Ahí puede estar la clave de que en la costa colombiana se tome tanto café, deduce don José: “El tinto quita la sed, refresca”; no sabe por qué, pero así es.

Le gusta el café colombiano, pero sigue ahorrando para irse, tiene la esperanza del sueño americano. “Si pudiera irme me iría, aquí no hay futuro”, vuelve a repetir en su propia letanía. Los dos millones de pesos colombianos que debe reunir para el viaje y un pasaporte falso lo atan a la carreta de tinto.

Desde que sabe que vivo en la frontera, él hace las preguntas: “¿Cuánto cuesta el avión a Sonora? ¿La policía vigila mucho el desierto? ¿Es peligroso?”. No hay tiempo de responder, la otra policía, la de aquí, la que para él es peor que la de allá, viene en su dirección, debe cambiar de plaza, ya ha estado demasiado tiempo en un solo lugar.

1 comentario:

Josué Barrera dijo...

Qué chido artículo, yo lo quiero publicar en La línea...